A Netanyahu solo le preocupa Netanyahu
Al primer ministro israelí no le importa la vida de los rehenes ni el aislamiento de su país ni el futuro de la región. Su principal objetivo es no acabar condenado por corrupción en las causas penales que tiene abiertas
Es una experiencia peculiar ver a tu país juzgado en el Tribunal Internacional de Justicia. En los tres cuartos de siglo transcurridos desde su fundación, Israel ha sufrido muchas amenazas diferentes, pero ninguno de sus ciudadanos pensó que llegaría el día en que lo juzgarían por genocidio, una categoría ambigua que se reserva casi exclusivamente a los regímenes tiránicos más odiados. Mucha gente insiste —con razón— en que las acusaciones son exageradas e infundadas, pero incluso esas personas tienen que reconocer que el comportamiento político y militar de Israel en los últimos siete meses ha arruinado el apoyo internacional que recibió el 7 de octubre y es lo que, en definitiva, le ha llevado hasta el banquillo de La Haya. Se pueden refutar las acusaciones de genocidio y se puede volver a recordar al mundo la inimaginable brutalidad de Hamás, pero es difícil afirmar con sinceridad que Israel, desde que está el gobierno extremista de Netanyahu, es el mismo país que había conocido el mundo durante sus 76 años de existencia.
“En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía como mejor le parecía”. Este versículo, que describe uno de los períodos más ignominiosos de la historia del pueblo judío, aparece al principio y al final del Libro de los Jueces, y no hay otra descripción más apropiada para la situación actual de Israel. El ministro de Comunicaciones confisca el material fotográfico a Associated Press; el ministro de Finanzas pide la “destrucción total” de Rafah, en la franja de Gaza; el ministro de Seguridad Nacional tuitea que “Hamás quiere a Biden” y su conductor se salta un semáforo en rojo y hiere a un ciudadano israelí; el primer ministro pide una sesión especial del Congreso en tiempos de guerra para aprobar la renovación de la piscina de su residencia privada; varios soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel publican en las redes sociales vídeos en los que se los ve quemando ejemplares del Corán, agitan entre risas ropa interior de mujeres gazatíes y cogen muñecas de las habitaciones de los niños. No merece la pena tratar de encontrar un hilo conductor entre todos estos sucesos tan repugnantes: no hay ningún gran plan, solo una tormenta perfecta de intereses personales, egoísmo, estupidez y mesianismo.
Sin embargo, estos actos no deberían manchar la imagen de todos los israelíes, porque quienes los cometen son una minoría que tiene escaso apoyo de la población (en las encuestas llevadas a cabo desde que empezó la guerra, el apoyo de los israelíes a Netanyahu se ha desplomado hasta el entorno del 20%). Pero, claro, esa minoría lleva la voz cantante. Esa minoría está intentando someter a su autoridad a toda la población israelí y llevarla por el camino de la destrucción.
La principal dificultad para hacer frente a esta situación tan desesperante es que resulta complicado oponerse a la línea de actuación de un gobierno despreciable cuando no parece que tenga ninguna línea de actuación, sino que se limita a sobrevivir de tuit en tuit, de mensaje propagandístico en mensaje propagandístico. Con una mano, Netanyahu insiste cruelmente en que no va a haber ayuda humanitaria a Gaza, mientras con la otra transfiere ayuda y afirma que siempre la ha facilitado. Los activistas de extrema derecha atacan los camiones que transportan la ayuda, golpean a los conductores e intentan destruir los alimentos destinados a los gazatíes hambrientos y la policía los detiene por orden del Gobierno. Pero el ministro de Seguridad Nacional reprende al jefe de policía por dejar que sus agentes detengan a los atacantes y permitir que esa ayuda llegue a Gaza.
Quien crea que entiende lo que quiere este gobierno haría mejor en escribir sus conclusiones en hielo, pocos minutos después habrán cambiado. Cuando un ministro quiere arrojar una bomba atómica sobre Gaza, otro intenta desviar fondos de los kibutz destruidos a los asentamientos de Cisjordania y nos enteramos de que una tercera ministra, que vive en uno de esos asentamientos, saludó a sus compañeros de gobierno con un alegre “Felices fiestas” el 7 de octubre —el día de la mayor masacre de la historia de Israel—, es inútil intentar entender hacia dónde se encamina este caótico espectáculo de horror.
Tal vez no esté claro el destino, puede que se tomen decisiones desquiciadas, pero desde luego hay un objetivo: evitar que el primer ministro Netanyahu acabe condenado por corrupción y abuso de confianza en las tres causas penales que tiene en curso. Da la impresión de que, ante la perspectiva de una condena y una pena de cárcel, otros asuntos sin importancia como el futuro del Estado, la vida de los rehenes israelíes en Gaza, la necesidad de que los israelíes desplazados puedan volver a sus hogares junto a las fronteras norte y sur y el aislamiento internacional provocado por sus decisiones no son, ni mucho menos, las principales preocupaciones del primer ministro. Conviene prestar atención cuando habla Netanyahu. Dice muchas cosas, pero su propósito está claro: asegurarse de seguir en libertad a cualquier precio. Qué tragedia que ese precio lo estén pagando, desde hace más de siete meses —y lo que nos queda—, todos los residentes de la región.
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