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Tribuna
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¿Dónde están los intelectuales?

Zola y Proust destrozaron el antisemitismo francés, en prensa y en prosa respectivamente, y por ello la historia les considera distintos

Tribuna de José María Ridao del 23 de mayo de 2024. Ilustración de Eva Vázquez.
Eva Vázquez
José María Ridao

No es fácil decidir si la palabra de los intelectuales no es más peligrosa que su silencio, a la vista del resultado de sus intervenciones desde el siglo XIX en adelante. La actitud del escritor Émile Zola en defensa del capitán Dreyfus, de la que nacería la figura, ha ocultado así, durante más de un siglo, que la fantasía de creer que existen dos razas, dos categorías que dividirían a los seres humanos en arios y semitas, fue obra también de un escritor, August Ludwig von Schlözer, replicada después por otros escritores hasta convertirse en una opinión social incontestable. En lugar de reclamar que intervengan los intelectuales, pensando en Dreyfus, ¿no sería mejor rogarles que, por favor, si la necesidad de protagonismo se lo permite, se abstengan de hacerlo, pensando en Von Schlözer y tantos otros que dieron forma al prejuicio letal contra los judíos?

Las indagaciones académicas acerca de “lo ario” y “lo semita” entraron en vía muerta a consecuencia del desprestigio que cosecharon ambos conceptos y también la disciplina que les proporcionó su última formulación, la ciencia de la raza. Algunos contados autores como Maurice Olender o, más recientemente, Romila Thapar, regresaron sobre el asunto, pero no para retomar las especulaciones donde quedaron antes de 1945, sino para denunciar la precariedad de los fundamentos de una hipótesis lingüística —las lenguas, sostenía esa hipótesis iniciada en tiempos de Von Schlözer, se dividen en semitas e indoeuropeas— que, bajo el impulso del nacionalismo, terminó proyectándose sobre los rasgos biológicos de los individuos. Zola denuncia el sesgo que inspira la condena de Dreyfus, y ese es el motivo por el que su artículo en L’ Aurore sigue resultando ejemplar: la justicia, denuncia Zola, no se ha impartido con imparcialidad ni independencia, al sustituir las pruebas que requería el cargo de traición por un “estúpido prejuicio”.

Del arraigo de ese prejuicio en la sociedad francesa de principios del siglo XX dará cuenta otro escritor, Marcel Proust, quien, por lo general, no suele ser citado entre los intelectuales. A estos efectos, es, solo, un escritor. Según recoge en diversos pasajes de À la recherche du temps perdu, (En busca del tiempo perdido) la idea de que exista una raza judía es moneda corriente en los ambientes más dispares de Francia, desde los pretenciosos salones de la pequeña nobleza hasta los bajos fondos de la prostitución.

Al relatar una visita del narrador innominado de la Recherche al burdel parisino donde busca olvidar una adversidad amorosa, Proust escribe que “el ama de aquella casa nunca conocía a las mujeres por quienes preguntaba uno, y proponía otras que no me inspiraban deseo. Me alababa especialmente a una, y decía de ella, con sonrisa henchida de promesas (como si fuese una cosa rara y exquisita): “¡Es una judía! ¿No le atrae a usted eso?” La irónica distancia con la que Proust desbarata el silogismo implícito del ama —una prostituta francesa, a juicio del ama, dejaba de ser eso, una prostituta francesa, y se transformaba en “una cosa rara y exquisita”, por su condición de judía— resulta más evidente cuando el ama insista “con exaltación necia y falsa, que ella creía ser comunicativa y que casi acababa en un ronquido de placer: “¡Imagínese usted, una judía: debe de ser enloquecedor!”

No es la única ocasión en la que Proust se burla del prejuicio contra los judíos en la Recherche, ni tampoco el único sarcasmo a cuenta de los franceses que le daban crédito. En uno de los pasajes en los que evoca la polarización en torno al caso Dreyfus, Proust describe la sociedad como un caleidoscopio en el que “los filósofos periodísticos”, eso que ahora serían nuestros columnistas y tertulianos, colocaban unos elementos u otros en el primer plano de las cambiantes convenciones que monopolizaban, y monopolizan, la conversación pública. “Todo lo judío estuvo en baja, hasta la dama elegante —escribe Proust—, y ascendieron a ocupar su puesto desconocidos nacionalistas. El salón más brillante de París fue el de un príncipe austríaco y ultracatólico. Pero si en vez de ocurrir lo de Dreyfus hay guerra con Alemania, el caleidoscopio habría girado en otra dirección. Los judíos habrían demostrado, con general asombro, que también eran patriotas, no se habría resentido su buena posición y ya nadie hubiese querido ir, ni siquiera confesar que había ido nunca, a casa del príncipe austríaco”.

La profunda comprensión que demuestra Proust, no solo de la radical arbitrariedad del sentimiento contra los judíos, sino también de su origen político —vinculado, viene a decir, al ascenso de las fuerzas nacionalistas y ultracatólicas en Francia—, se manifestará, además, en otro pasaje de la Recherche, en el que reclama el derecho a juzgar con franqueza a una persona de ascendencia judía y a rehuir eventualmente su trato, no por pertenecer a ninguna raza, sino de acuerdo con los mismos criterios, exactamente los mismos, que observaría con cualquier otra persona, con independencia de su origen. El personaje de Bloch, cuya familia, judía, pasa en las playas de Balbec aquel verano memorable de las muchachas en flor, no le resulta grato al narrador de la Recherche, tanto por su pedantería como, sobre todo, por su artera voluntad de malmeter con Saint-Loup, su reciente amigo. Proust parecería querer alejar del espíritu del lector cualquier equívoco acerca de las razones de la antipatía del narrador de la Recherche, y es por ello por lo que, tal vez, relata un episodio cuya técnica evoca el contrapunto del que se vale Cervantes para dar cuenta del problema morisco en el Quijote. Al igual que Ricote alabará al rey Felipe III por haber adoptado una decisión tan sabia y tan justa como expulsar a los moriscos —¡entre los que se cuenta el propio Ricote!—, así Proust, mediante un hábil artificio narrativo, reproducirá expresiones degradantes para los judíos hurtando al lector la identidad de quien las pronuncia. “Un día estábamos los dos sentados [Saint-Loup y el narrador] en la arena de la playa, cuando oímos salir de una caseta de lona, a nuestro lado, imprecaciones contra el bullir de israelitas que infestaba Balbec. “No se pueden dar dos pasos sin tropezarse con un judío —continúa Proust—. No es que yo sea irreductiblemente hostil por principio a la nacionalidad judía, pero aquí hay ya plétora de ellos. No se oye más que: ¡Eh, Efraím, mira, soy yo, Jacob! “Parece que está uno en la calle de Aboukir”. Creado el suspense acerca de quién pueda expresarse de este modo, aunque induciendo a creer que debía de ser un antidreyfusard, Proust lo resuelve mediante un giro que, en efecto, evoca el contrapunto cervantino. “Por fin salió de la caseta el individuo que tronaba contra los judíos —escribe—, y alzamos la vista para ver al antisemita. Era mi camarada Bloch”.

La comparación entre el artículo de Zola y los episodios de la Recherche en los que Proust se refiere al proceso contra Dreyfus, como también, al asfixiante clima social contra los judíos que lo rodeó gracias a los “filósofos periódisticos”, arroja una desconcertante paradoja. Proust, que destruye el mito contra los judíos mediante una nueva forma de novelar, que revolucionaría el género, es considerado sobre todo un escritor. Por su parte, Zola, también escritor, es considerado sobre todo un intelectual, por haber publicado un artículo. La pregunta que por consiguiente urgiría responder, la pregunta que siempre habría urgido, no es la de dónde están los intelectuales, porque la respuesta es sencilla: abundan en los periódicos. El problema es si tantos como les reclaman hablar se han preguntado si sabrían reconocerlos, distinguiéndolos de un escritor.


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