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TRIBUNA
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Fin de ciclo para Puigdemont y Junqueras

Consolidar la normalidad política en Cataluña, también la del independentismo, pasa por el relevo en la dirección de Junts y ERC

Tribuna Amat 15/05/24
ENRIQUE FLORES
Jordi Amat

La noche del 25 octubre de 2017, en la Sala Tàpies del Palau de la Generalitat había 27 personas reunidas en una mesa rectangular. Presidía Carles Puigdemont y a su derecha estaba Oriol Junqueras. Habían sido convocados para discutir si se anticipaban las elecciones o no y así evitar la escalada del conflicto —se había encarcelado ya a los líderes del movimiento social— y tratar de impedir la aplicación del artículo 155. Aunque durante la legislatura el Govern había intentado proyectar cierta imagen de cohesión, la rivalidad entre Junts y Esquerra, que se venía intensificando desde hacía casi 15 años, había llegado a límites peligrosos: la responsabilidad de organizar el referéndum podía tener consecuencias penales y, a pesar de ello, unos y otros habían seguido faroleándose para proyectar la imagen que el 1 de Octubre había sido posible gracias a uno u a otro porque interpretaban que de eso dependía su suerte electoral a corto plazo. El president había cedido y prefería convocar, el vicepresident calló y otorgó.

Durante aquellas horas los dos líderes se apostaron el autogobierno en una timba partidista que aún no se ha resuelto. Esa madrugada la pugna por el poder autonómico también adquirió una dimensión fratricida que no ha dejado de condicionar la gobernanza de Cataluña. La partida se resolvió al cabo de menos de 48 horas con una depresiva declaración de independencia que no llevaba a ninguna parte, la querella por rebelión presentada por el fiscal general del Estado y la aplicación del artículo 155: el autogobierno, concreción institucional de un siglo largo de catalanismo, fue intervenido.

Han pasado casi siete años. Hoy los principales líderes independentistas siguen siendo Puigdemont —que no ha podido regresar a Cataluña ni para enterrar a sus padres— y Junqueras —inhabilitado tras haber pasado cuatro años en la cárcel. Los responsables de sus partidos también estaban allí. Esa noche a la izquierda de Puigdemont se sentaba Jordi Turull. Era consejero de la presidencia, después pasó cuatro desproporcionados años en la cárcel. Hoy es secretario general de Junts. Enfrente del president estaba Marta Rovira, que desde poco después se instaló en Suiza para evitar ser detenida y está acusada de terrorismo por liderar (presuntamente) una organización cuya actividad real fue la organización de actos de desobediencia civil tras la sentencia del Tribunal Supremo. Sigue siendo secretaria general de Esquerra Republicana. Junqueras y Turull fueron indultados por el Gobierno de Pedro Sánchez; Puigdemont y Rovira deberían beneficiarse de la Ley de Amnistía que está en proceso de tramitación y ojalá pronto puedan volver a su casa.

Así se cerrará el epílogo del procés. El último párrafo se escribió este domingo cuando Salvador Illa ganó las elecciones. El punto final, para consolidar la normalidad política en Cataluña, también la del independentismo, debería ser el relevo en la dirección de sus partidos. Los datos lo evidencian: el ciclo de esa elite política ha concluido. Si no hay renovación, habrá más rencor. Delenda est procés.

Las elecciones convocadas en virtud de la aplicación del artículo 155 profundizaron la incompatibilidad entre Puigdemont y Junqueras, que no ha cesado, pero el fervor era tal que no pudo visualizarse un cambio que confirmaron las elecciones de este 12 de mayo: la victoria en votos de Ciudadanos, que dejó al Partido Socialista de Cataluña en una posición secundaria, evidenciaba que el consenso catalanista sobre el que se había construido la Cataluña democrática estaba siendo impugnado.

En su momento los partidos independentistas, asediados en los tribunales, no interiorizaron lo que habían arriesgado al tensar la composición identitaria de su sociedad. Sin problematizar esa nueva realidad, formaron un gobierno cuyo propósito declarado era la culminación del procés a pesar de haber perdido toda su fuerza en 2017. Pero el Ejecutivo Torra tampoco logró cohesionar a los dos partidos y, antes de la pandemia, el president ya daba la legislatura por terminada. Cuando se intercambiaron las tornas y Esquerra obtuvo la presidencia, pasó tres cuartos de lo mismo. Siguiendo el viraje estratégico impulsado por Junqueras, el president Aragonés ha tratado de redignificar la institución con más oficio que ambición, pero esa vía de restitución de la Generalitat fue boicoteada por Junts primero en el govern y luego, fuera del Ejecutivo, en el Parlament.

Ha sido otra legislatura que acaba en gatillazo. Ni una sola ha durado cuatro años desde 2010. La media es de dos años y medio. Ese frenesí electoral, que impide la implementación de políticas transformadoras y desapodera la Generalitat, no se ha correspondido con un aumento de apoyo en las urnas ni la consolidación de poder para el independentismo. En realidad, está sucediendo exactamente lo contrario.

El cambio de estrategia de Esquerra no ha sido premiado. Hoy no gobierna una sola capital de provincia y acaba de perder la presidencia. Ha dilapidado centenares de miles de votos. Aunque la victoria de Xavier Trias centró la atención la noche de las últimas municipales, los pactos postelectorales de Junts les dejó sin la alcaldía de Barcelona en el último segundo y con menos poder del que partían (en las principales alcaldías, como contó la periodista Núria Orriols en Ara, en las diputaciones provinciales). Y si ahora el efecto Puigdemont debía alterar significativamente el mapa, a pesar de haber sumado tres diputados, sí, la dinámica electoral de las últimas convocatorias no se ha modificado. Se ha intensificado.

En los últimos años los partidos independentistas han invertido su capital parlamentario en Madrid en la desjudicialización, y les ha rentado. Y ahora que las consecuencias penales del procés parece que se acaban, miles de sus votantes les han dicho basta. Esta sostenida pérdida de apoyos es la demostración de la falta de confianza de los independentistas en sus líderes. Ese es un problema partidista del bloque. Pero, más allá del cálculo legítimo y la voluntad de preservar un espacio electoral menguante (el segundo peor resultado de toda la historia de Convergència), eso no es lo más significativo.

Además del giro a posiciones conservadoras y además de la pérdida de apoyo al independentismo, el sábado ocurrió algo inédito y que cuestiona la relación establecida entre política y sociedad en Cataluña desde 1980: el nacionalismo catalán, por primera vez, no obtuvo la mayoría en las urnas. Los mapas de voto por ciudades y provincias son una radiografía de un fenómeno que, a corto plazo, no dejará de estar activo. Es probable que el votante dual, que votaba en las generales y no en las autonómicas, pero que recuerda lo que vivió en 2017, haya decidido que se seguirá movilizando a la contra porque entiende que es una prioridad vital evitar que gobiernen quienes gobernaron y lo vuelvan a hacer. Ellos también quieren dar por cerrado el ciclo del procés, por eso han decidido enterrar a Ciudadanos.

Enfrentarse a esa complejidad es el principal reto que deberá asumir el nuevo president de la Generalitat. La clave es repoblar el centro, drenar los muros de unos bloques que también son identitarios, acordar con los distintos. Esa función ha sido la que asumieron como propia los fundadores del Partit Socialista de Catalunya: cohesionar una sociedad plural con una propuesta de catalanidad abierta. Nada más necesario en un contexto de repliegue identitario en toda Europa y con el nivel decreciente del uso social del catalán. Nada mejor para fortalecer un autogobierno que debe recuperar su autoridad con un propósito: que la Generalitat vuelva a ser percibida como una institución con capacidad para entender y ayudar a resolver los problemas de los ciudadanos que quieren dejar atrás el pasado eterno que dura desde aquella noche fatídica en la Sala Tàpies del Palau.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.
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