¿El síndrome António Costa?
La gran diferencia es que al primer ministro portugués lo señalaba un poder legítimo del Estado, la Fiscalía. A la esposa de Sánchez la acusa una asociación que no merece respeto cívico

Los gestos más humanos son así. Sorprenden. Remueven las tripas. Acumulan sentimientos, a veces dispares y encontrados. Y nos recuerdan que el imperativo ineludible es pensar siempre de forma razonable, y sobre todo racional. Los ciudadanos sabemos que Pedro Sánchez es un tipo duro, resistente, férreo. A unos les gustan más sus políticas. A otros, nada. Y para muchos, partidarios o detractores, siempre ha sido difícil verlo como un vecino muy próximo, de esos que vienen a pedirte sal, o una pizca de perejil. De modo que si alguien así alberga dudas muy serias —y las manifiesta públicamente— sobre si debe seguir en el poder, legítimo o no, y reclama tiempo para reflexionarlo con su esposa, estamos ante un gesto muy humano y muy serio.
Quizá pueda pensarse que se trata de un órdago, que busca una brizna de cariño y ese tipo de apoyo que se guarda no para los héroes, sino para los humillados y ofendidos. Para las víctimas. Para volver con más fuerza a la trinchera cotidiana. O que está lanzando una llamada en favor del retorno a una política y una judicatura civilizadas. Pero el tono de la carta es firme, muy personal, personalísimo. Incluye una declaración pública de amor a su esposa: algo infrecuente en el lodazal de la política.
El acusador es privado: una conocida marca ultra y corrupta, que usa métodos de chantaje y extorsión. Es de temer, por escribirlo fríamente, que el juez se haya precipitado al actuar contra la esposa del presidente. Pero es que era un blanco de doble efecto fácil. De un solo disparo, dos dianas: la mujer, Begoña; y la esposa del presidente. O sea, casi directamente, también el presidente convertido en blanco. Nadie con dos dedos de frente lo ignora. Si era esa la intención del juez, no habría error, sino intención inadecuada, por formularlo gélidamente.
Es muy probable que Pedro Sánchez haya reaccionado bajo el síndrome de António Costa, el primer ministro socialista portugués. Un fiscal acusó a su jefe de gabinete de lazos corruptos. Costa dimitió. Un juzgado superior concluyó, tras investigar el caso, que la Fiscalía se había equivocado de medio a medio, que había actuado con “ineptitud”. Claro que, entre tanto, Costa ya había dimitido, y volver a su puesto era una hipótesis imposible. Ya había otro, y era un rival, ocupándolo.
La gran diferencia es que Costa renunció porque un segmento de un poder legítimo del Estado, la Fiscalía, le puso en entredicho. Ahora es distinto. Quien le acusa es una asociación y un jefe de la misma que no merecen respeto cívico al punto, de cuyo nombre muchos dirán: no pienso acordarme.
¿Puede permitirse el pujante sur de Europa repetir ese drama contra un Gobierno legítimo y de acreditada eficacia económica y social? ¿Puede tragarse dos Costas en pocos meses, desperdiciarlos, sin que hayan aparecido causas de fondo que lo justifiquen? Sánchez lo está debatiendo con su esposa. ¿Y cada uno de nosotros, qué pensamos de verdad?
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