Un mundo de bombas tristes
Donde antes la jerarquía la daba el dinero, ahora la da la supervivencia; donde antes mandaba el que pagaba la comida, ahora manda el que la tiene


Hace 20 años, en una piscina de Nazareth, Etiopía, yo subía por la escalera cuando un amigo decidió saltar al agua y estampó su rodilla contra mi cara; el resultado fue un desvío en la nariz y una arruga característica en el entrecejo que al parecer se llama el triángulo de la tristeza. Alguna vez me han sugerido quitarla de un plumazo con bótox, pero como dijo Isabel Coixet, si te planchas el entrecejo, la tristeza te sale por otro sitio. Con ese título, El triángulo de la tristeza, se estrenó hace dos años una película afiladísima de Ruben Östlund en la que un pequeño grupo de millonarios y parte de la tripulación terminan en una isla tras el naufragio de su yate. El mando, entonces, lo coge la encargada de limpiar los retretes en el barco: es la única que sabe hacer fuego, es la única que sabe pescar, es la única que puede sobrevivir en un mundo sin cubiertos, sin cuentas bancarias y sin Instagram. Donde antes la jerarquía la daba el dinero, ahora la da la supervivencia; donde antes mandaba el que pagaba la comida, ahora manda el que la tiene. Como es natural, a la mujer los ricos le prometen todo cuando el estado de excepción termine: son los aplausos de las ocho. En aquel mundo nuestro acosado por el virus en el que sólo trabajaban los indispensables, camioneros, reponedores, cajeras, médicos y enfermería, también se prometieron gratitud, refuerzos y memoria cuando el pánico terminase. Y al bajar la marea se descubrió, se sigue descubriendo, que aterrada la población por el naufragio, muchos encontraron la oportunidad de hacer fortuna: no sólo se podía sobrevivir, sino hacerse aún más rico, como esos charlatanes que huelen la desesperación del enfermo desahuciado y van corriendo a ofrecerle curar el cáncer con aceites. “El último capitalista que colguemos será el que nos vendió la cuerda”, cita el capitán a Marx. Minutos después, una pareja de fabricantes de armas ve caer una granada en la cubierta del yate y la cogen con cierta ternura (“Winston, ¿es nuestra, no?”) un segundo antes de que explote.
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