Negarse a perdonar
En ocasiones, negar el perdón sólo significa defender la propia dignidad y afirmarse
El otro día hablamos en la radio del perdón y llamó una mujer —Cristina, de Málaga— para contar que se lo habían hecho pasar muy mal en el instituto y que, a los años, uno de los causantes de aquel acoso contactó con ella para disculparse. Todo había prescrito, salvo el olvido y el remordimiento. En realidad, ese hombre removió los recuerdos y contactó con Cristina después de décadas por algo que exigía más de ella que de sí mismo, porque lo que él buscaba era ser perdonado. No llamó tanto para pedir perdón como para que se lo dieran. Supongo que lo hizo para vivir sin culpa, que el perdón se suele rogar por una razón tan egoísta como dormir del tirón o, llegado el caso, reclamar una rebaja de la pena. Ocurre que algunos daños son imposibles de reparar y la culpa es lo menos que te puede quedar, sobre todo si tuviste la oportunidad de echarte atrás y no quisiste.
Que hayan pasado los años no parece una razón o un atenuante, más bien parece una constatación: demuestra que no tuviste el valor de afrontar a tiempo tu responsabilidad, que es un concepto que se usa poco. Se habla mucho del perdón y menos de la responsabilidad y quizá sea porque eso remite más a la ley que a los mandamientos.
Cristina se negó a perdonar porque negarse a hacerlo, aunque tenga mala fama, no significa vivir de rencores. Al revés, dijo ella: “Yo le dije que si quería perdón que llamase a un cura. Perdonarle era ser indulgente”. En ocasiones, negarse a perdonar sólo significa defender la dignidad de tu posición y reivindicar que ni eres ni fuiste menos que nadie y que, en cambio, esos que te trataron como tal te piden ahora la altura moral de la que ellos carecieron. A veces, negarse a perdonar es afirmarse.
Es difícil pensarlo en frío porque todos, en algún momento, tendremos un motivo o varios para pedir perdón por lo que sea, pero conviene empezar a verlo con otra óptica: la carga no puede estar en quien decide si perdona o no, sino en aquel que hizo algo sabiendo que estaba mal. El arrepentimiento puede que alivie su conciencia y resuelva un dilema religioso, pero eso no tiene por qué bastar a los demás. Eso no tiene nada que ver con la convivencia y el civismo.
Es verdad que algunas palabras traen una larga tradición religiosa y las personas creyentes tienen la opción de vivirlas de acuerdo con su fe, pero las ideas del perdón y de la culpa no pertenecen en exclusiva al campo religioso. Por eso, el perdón estará bien si es lo que nos apetece y nos libera, pero difícilmente podrá presentarse como una obligación ética. Puede que suceda como en el caso de Cristina, que lo liberador sea negarlo. Al cabo, siempre queda la resignación, que es otro valor religioso aunque no sólo.
Antes que el inevitable juicio que nos vayan a hacer los demás está el juicio que nos hagamos a nosotros mismos. Cristina, de Málaga, se alivió por el hecho de no perdonar: “No sentí que fuera peor persona ni que fuera a ir al infierno. Yo ya había estado allí”. Llegados a este punto, no sentirse peor persona resulta una proeza, muy parecida a lo que debe de ser la paz de la propia conciencia.
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