Salsa piri piri
Imagino a ese chico que llegó en un cayuco echando unas gotas para animar los macarrones del rancho y así sentirse un poco menos solo, más en casa
A la caída de la tarde de un sábado, el Alcalá Magna, un centro comercial urbano con su Bershka, su Décimas, su Druni, su Llao-Llao, su Tagliatella, su gimnasio en la azotea y su Mercadona en el bajo, bulle de adolescentes que lo usan como centro de operaciones a 22 grados todo el año. Da gusto verlos desplegar las plumas del pavo. Ellas, con sus vaqueros altísimos, sus tops cortísimos y sus larguísimas melenas partidas por el hachazo de la raya en medio. Ellos, con sus sudaderas clónicas, sus sienes rapadas y sus frondosas crestas enhiestas a mayor gloria de ese crimen capilar llamado mullet. Todos, móvil en ristre, buscándose y encontrándose, como desde que el mundo es mundo. Desde enero, se les han añadido refuerzos. Grupitos de chicos altísimos, esbeltísimos y de tez oscurísima vestidos con chándales y deportivas de cuarta mano con los que se cruzan sin hablarles. Tienen su misma edad, sus mismos sueños, pero el azar de su nacimiento y la injusticia de los mayores les mantienen en planetas diferentes.
Son los más jóvenes de los mil y pico migrantes africanos llegados en cayuco desde sus países a Canarias y realojados, se supone que temporalmente, en el cercano cuartel Primo de Rivera de Alcalá de Henares. Las ONG estiman que al menos un 10% son menores. Críos grandes muertos de aburrimiento, más solos que la una aunque sean cientos, encerrados mano sobre mano en barracones de los que solo pueden salir un rato por la mañana y otro por la tarde. Para ellos, privados por ahora del derecho a la educación y el trabajo, el planazo del finde es ir a jugar al baloncesto o deambular por el Magna haciéndose la ilusión de ser uno más de la chavalada. Pero no lo son. Y lo saben. El sábado pasado, uno de ellos, solísimo entre familias llenando carros y chavales pillando hielo y priva para el botellón de la noche, pululaba por los pasillos como buscando algo sin encontrarlo. Finalmente, cogió una botellita de cuello largo llena de un líquido rojo rabioso. Salsa piri piri, un condimento de origen portugués, por el que pagó uno de los 50 euros mensuales que les dan como dinero de bolsillo. Lo imagino ahora mismo echándole unas gotitas de piri piri a los macarrones del rancho para sentirse un poquito menos solo, más en casa. Qué pena.
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