Mi 11-M íntimo
Me he bebido los documentales del vigésimo aniversario de los atentados, pero, más que la pantalla, miraba el alucinado rostro de mi hija viendo con ojos nuevos aquellos días de horror y amor al tiempo
El 11 de marzo de 2004 mi hija mayor tenía seis mayos y la pequeña dos abriles. Esa mañana, como todas, pero como ninguna, habiendo escuchado ya la noticia, las arranqué de la cama, les di el desayuno, les hice las coletas, las até a sus sillitas de mi Ibiza negro, dejé a la mayor en el cole y a la pequeña con mi madre, y salí disparada al periódico con las lágrimas cayéndoseme a plomo mientras escuchaba en la radio cómo iba subiendo el recuento de muertos en los trenes. El resto está en los papeles. Me eché a la calle, me puse las gafas y el casco de periodista, y la adrenalina hizo el resto. Fue un día eterno y, a la vez, un suspiro. No sé ni cuándo llegué a casa, exhausta, pero sí que las niñas llevaban horas acostadas y que corrí a mirar cómo dormían como si hiciera siglos que no las viera. La mayor había traído un dibujo del cole. Un lazo negro pintado a rotulador en una hoja de su cuaderno de Plástica. Se lo había puesto de deberes su maestra porque a una niña de su clase le habían matado a su tía preferida en el Cercanías. La pequeña no se enteró de nada, bendita sea. Y eso que vivimos en la ciudad donde los islamistas subieron a los trenes con las bombas tras aparcar su furgoneta frente al gimnasio donde la llevábamos a aprender a flotar sin manguitos. Nuestro pequeño homenaje a las víctimas fue tener el lazo colgado en la puerta de casa durante años, hasta que las chicas se cansaron de repintarlo, y seguir viviendo.
Estas vísperas del 11-M de 2024 me he bebido los documentales de las teles por el vigésimo aniversario de los atentados, pero, más que a la pantalla, miraba el alucinado rostro de mi pequeña, hoy veinteañera, viendo con ojos nuevos las imágenes y testimonios de esos días de horror, traición, dolor y amor al mismo tiempo. Solo recordaba, si acaso, la brocha gorda. Mea culpa. En casa de la cronista, memoria de ameba. Pero ni ella preguntaba ni el mal es algo de lo que se hable en familia a la hora de la cena. Esos trenes son los que ella coge ahora en la estación de Alcalá de Henares para ir a sus prácticas universitarias. Fuera, en el atrio, una escultura que ni mira porque para ella lleva ahí toda la vida, recuerda a los 192 ausentes. Hombres, mujeres y niños varados por siempre en las vías Bien que mal, mi hija tiene un futuro. A ellos se lo robaron.
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