Nos encanta Inés Hernand, sacrifiquémosla
Necesitamos personas imperfectas y cercanas que nos saquen del aburrimiento, pero cuando llegan alto les exigimos que sean prodigios de mesura y sentido común
Ya sabemos —por la Biblia, por la teoría del chivo expiatorio de René Girard y por Gran Hermano— que a veces los sistemas, para preservar su supervivencia, expulsan a ciertos elementos molestos. Lo que me resulta más curioso es que suelen hacerlo escudándose en el motivo por el que fueron originalmente integrados en él. Dicho de otro modo: te dejan por lo mismo que les enamoró de ti, te echan por lo que te contratan.
Esta lógica tribal medio religiosa medio de reality se observa muy bien en el capitalismo contemporáneo. Busquemos a alguien para dirigir la transformación digital de la empresa, pero con cuidado, no vaya a querer transformarla. Lucrémonos con mano de obra barata… hasta que descubramos que no la hemos cualificado para aportar valor y que en otro lugar del mundo cuesta menos.
El caso de las actrices es revelador. Las adoramos por mantener unos estándares de belleza irreales, pero cuando envejecen y siguen haciendo lo mismo que toda su vida —intentar conservar su rostro— ridiculizamos su patetismo: cómo ha podido hacerse eso, qué mal se ha operado.
Fijémonos en algunos ejemplos recientes.
El streamer Xokas cae simpático porque es transparente y cercano como un amigo del barrio, un currante que cuenta su vida en internet, pero cuando triunfa y enseña el piso de dos millones de euros que ha comprado con su trabajo, es despedazado por ello: nuevo rico, qué mal gusto, no sabe gastar.
La comunicadora Inés Hernand tiene éxito porque es espontánea y divertida, lo opuesto a una periodista envarada. La industria mediática, desconectada de las generaciones jóvenes, la busca para renovarse con su frescura, pero si durante un directo televisivo de varias horas sin red se pasa siendo ella misma, es aleccionada: ordinaria, no sabe estar a la altura de las circunstancias.
Necesitamos personas imperfectas y cercanas que nos saquen del aburrimiento, pero cuando llegan alto les exigimos que sean prodigios de mesura y sentido común, que no caigan en el histrionismo y mantengan las formas. Nos preguntamos entonces por sus méritos, cuando son evidentes, a diferencia de muchos que protagonizan el ¡Hola! o las páginas salmón de los diarios. Las llamamos influencers de forma despectiva, pero como bien dijo Hernand, son empresarias de la comunicación y el entretenimiento.
La situación de la italiana Chiara Ferragni es distinta a las anteriores porque sus problemas son legales, pero también hay hipocresía tras su crisis. Me recuerda a la vivida por Kate Moss en 2005, cuando fue cazada consumiendo sustancias: los anunciantes, falsamente escandalizados y tan culpables como ella de una práctica habitual en el sector (en el caso de Ferragni, difuminar los límites legales de la publicidad en redes, por lo que ha sido multada con un millón de euros), le están retirando campañas.
“En el límite, todas las cualidades extremas atraen, de vez en cuando, las iras colectivas; no solo los extremos de la riqueza y de la pobreza, sino también del éxito y del fracaso, de la belleza y de la fealdad, del vicio y de la virtud, del poder de seducir y del poder de disgustar”, escribe Girard. Amamos a quienes nacen fuera de un sistema que nos hastía y nos permiten olvidarlo, pero inmediatamente les exigimos se integren, decepcionándonos de forma irremediable tanto si cambian como si no. Las visitas que les damos son entonces la proyección de nuestra envidia, nuestra vanidad y nuestra pereza, y no se lo perdonamos. Qué juego tan difícil de ganar.
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