El campo clama
Las reformas que reclaman los agricultores con sus protestas deben atender sus legítimas demandas sin sacrificar la agenda verde
Las mayores tractoradas en lo que va de siglo tomaron este martes casi por sorpresa las calles y carreteras de España para exigir medidas de alivio que incluirían, entre otras, relajar ciertas regulaciones medioambientales, simplificar los trámites ligados a la percepción de ayudas europeas o frenar la espiral a la baja a la que se ven sometidos en origen los precios de las cosechas. Las marchas muestran que el malestar del campo ha alcanzado tal nivel que requiere una respuesta de calado por parte de las autoridades nacionales y europeas.
Como reconoció el martes la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ya no basta con ayudas de emergencia para compensar las pérdidas ocasionales de algunos propietarios. De ahí su idea de reorientar las subvenciones para centrarlas no tanto en la producción y en la propiedad como en el mantenimiento del territorio en ciertas condiciones medioambientales o la creación de etiquetas de calidad que permitan diferenciar entre la producción de carácter industrial y la respetuosa con la ecología. Von der Leyen se comprometió también a consultar más al sector y, como primera señal de esa voluntad, retiró el proyecto de directiva sobre reducción de pesticidas, muy criticado por las patronales agrarias. Por su parte, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, prometió este miércoles reforzar la Ley de Cadena Alimentaria para evitar que los agricultores se vean forzados a vender sus productos a pérdida.
Esos retoques eran necesarios. Veremos si son suficientes para aplacar unas protestas que, en parte, buscan rentabilizar un calendario electoral propicio para arrancar concesiones. Pero el campo necesita algo más que parches. La agricultura europea precisa una reforma en profundidad que ofrezca a los agricultores una perspectiva de futuro y permita atraer savia nueva a una actividad lastrada por el abandono de la mano de obra y por un alarmante grado de envejecimiento. Europa debe superar un esquema agrícola surgido tras la II Guerra Mundial que aspiraba a la seguridad alimentaria mediante una planificación de la producción sostenida con subsidios. La evolución, o la degeneración, de ese modelo ha llevado a que algunos grandes propietarios o inversores se especialicen en acaparar multimillonarias ayudas, mientras que muchos agricultores o ganaderos de a pie se ven abocados a la subsistencia o a cerrar su explotación. Tras años de reformas de la Política Agracia Común (PAC), el reparto de la tarta no ha cambiado y el 20% de los beneficiarios se llevan el 80% de las ayudas directas. Además, la situación de los pequeños y medianos propietarios se ha visto agravada por la necesaria elevación de los estándares medioambientales, difícilmente asumibles con un margen de beneficio muy estrecho.
La solución no pasa, sin embargo, por el abandono de esos estándares, como plantean algunos convocantes de las tractoradas contaminados por la agenda del negacionismo climático de la ultraderecha euroescéptica y al que se ha sumado el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, al hablar de “dogmatismo ambiental”. Todo lo contrario. La salud ecológica no es una amenaza para el sector agrario, sino la condición de su supervivencia, máxime en un continente como el europeo, donde entre el 60% y el 70% del terreno cultivable se encuentra en pésimas condiciones. La respuesta a las demandas del campo debe, pues, partir de una reforma integral que asegure la equidad en el reparto de ayudas y atienda los problemas de despoblación y carencia de servicios que aquejan a las comunidades rurales en las que se apoya y crece el verdadero sector agrario.
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