La boca muda que pronuncia la ley
El crédito del sistema judicial no solo exige garantizar la independencia del citado poder. También es imprescindible que jueces y magistrados cuiden que sus actuaciones sean (y se perciban) como imparciales
La máxima es de Montesquieu y cualquier estudiante de derecho se hartará de escucharla durante su paso por la facultad. Y es que nuestro modelo democrático, basado en la separación de poderes, determina claramente que corresponde al poder legislativo elaborar las leyes y al judicial su interpretación y aplicación. Ni más, ni menos. Para que la función jurisdiccional se desarrolle de manera adecuada la Constitución blinda la función de jueces y magistrados con algo tan valioso como la independencia y configura una pluralidad de mecanismos para hacerla efectiva. Este principio los protege frente a cualquier intento de injerencia de otros poderes del Estado. Todos los jueces tienen clara la necesidad de reivindicar este escudo de protección y lo expresan con determinación a través de su órgano de gobierno cuando entienden que puede estar siendo violentado.
En esta lógica de defensa corporativa debe interpretarse el posicionamiento que, por unanimidad y con exceso de celo, emitió ayer el Consejo General del Poder Judicial tras las declaraciones de Teresa Ribera en Televisión Española en las que llamaba la atención sobre “la querencia” de un magistrado por llevar a cabo actuaciones judiciales (volver a impulsar un caso después de cuatro años) en momentos políticos determinados (tramitación de la ley de amnistía) y con una calificación jurídica de hechos controvertida (terrorismo). Pues bien, ¿son estas palabras de la vicepresidenta un ataque a la independencia judicial? O, como dice en su comunicado el Consejo General del Poder Judicial, hablamos de una deslealtad institucional. Y en ese caso, ¿debe el Consejo General del Poder Judicial pronunciarse contra pretendidas deslealtades institucionales que no sean injerencias a la independencia judicial?
El crédito del sistema judicial no solo exige garantizar la independencia del citado poder. También, y como contrapeso, es imprescindible que jueces y magistrados cuiden que sus actuaciones sean (y se perciban) como imparciales. El juez no opera de oficio, ni por criterios de oportunidad, ni busca con su actuación subsumir de manera forzada hechos en tipos jurídicos con la consecuencia de dejar inoperante una ley en tramitación que previamente se ha criticado de manera pública. El juez no debe tener más agenda que la de resolver conforme a derecho problemas que le han sido sometidos por las partes. Y es que preservar la confianza en la actividad jurisdiccional exige de su titular un ejercicio permanente de autocontención especialmente sobre los instrumentos legislativos cuya elaboración le corresponde a otro poder del Estado ¿Acaso no compromete la imparcialidad de quien así se manifiesta cuando está llamado a juzgar hechos subsumibles en esa misma ley?
En las respuestas que demos a todas estas preguntas se configura, a mi entender, el espacio de crítica que admitiría la función jurisdiccional en una democracia plena como la española. Y es que parece claro que la independencia no puede convertirse en inmunidad de crítica para actuaciones judiciales que son jurídicamente controvertidas y generan dudas razonables de su auténtica intencionalidad. Tampoco sería propio de un sistema democráticamente depurado pretender que la única fórmula de cuestionar la función jurisdiccional pase por activar un proceso por prevaricación. Los jueces, sin necesidad de delinquir, también pueden dejar de ser esa boca muda que pronuncia la ley pervirtiendo con ello la noble función constitucional que tienen encomendada. Y en ese caso, resulta imprescindible disponer de espacios para la crítica.
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