Un fin de año imaginario
Lancé unas cuantas señales de ajuste y, después de un momento de zozobra, pasé al otro lado del espejo. Era un día pomposo por donde se mirara
Puse en marcha una superproducción hollywoodense, un mecanismo de adecuación entre mi mundo interior y el que piso: las calles, las veredas, el lomo de esta tierra. Lancé unas cuantas señales de ajuste y, después de un momento de zozobra, pasé al otro lado del espejo. Era un día pomposo por donde se mirara: los grandes bordes del cielo refulgían decorados por el aire, el oxígeno no era violento y se deslizaba separando las cosas de manera pacífica, las ventanas obedecían a sus cristales abriéndose de par en par como párpados mansos. Había olor a campo aunque no hubiera campo. Me sentí complacida de ver que no era un mundo convulsionado pero tampoco tan saludable y decorativo como las páginas de una revista de arquitectura. Hice negociaciones: se podía escribir pero también había que tener el decoro de arreglar las plantas, se podía leer pero también había que prestar atención a las cutículas y las uñas de los pies. Iba a haber mucha harina, delantales, jazmines, amabilidad y pisos de madera. Y un poco de olor a tomillo. Todo sería el equivalente a pantalones Oxford, sandalias de cuero, chicas con el pelo pintado de colores y camisas anudadas por encima del ombligo. Habría momentos de televisión, un budín en el horno, témpera. Carretes de hilo, pinceles, óleo, medias por zurcir, terrones de azúcar. No habría arrogancia ni más afán que el de pisar el césped sin zapatos, que el de tocar la tierra con las manos húmedas, que el de ver nacer alguna cosa: un insecto, una semilla, un poco de árbol. Ambicionaría el olor de los graneros y los silos, la aspereza del trigo, el roce viril de las monturas, el zumbido seco de la pampa. Así, envuelta en ese día imaginario, caminé imaginariamente hacia el final del año. Hacia la farsa renovada, que me gusta tanto, de que algo nuevo va a comenzar.
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