Chile sigue temblando
El plebiscito del domingo cierra el ciclo constituyente, pero no la crisis política e institucional que se abrió hace cuatro años con el estallido social. El malestar permanece y hará que la tierra se siga moviendo
En su documental Mi país imaginario, Patricio Guzmán dice que Chile es un país contradictorio acostumbrado a sorprenderte. Un país de grandes terremotos, pero también de tsunamis y volcanes imprevisibles que modelan su geografía, pero también el carácter de su gente. Para entender cualquier proceso relacionado con Chile, hay que tener en cuenta su naturaleza telúrica.
En 1973, un golpe de Estado desmanteló en unas horas décadas de democracia y cambió para siempre la vida del país. Fue como una ola que arrasó con la forma en que los chilenos y las chilenas convivían y se relacionaban. Acabó con un modelo de país y de sociedad. En 2019, vivió otro gran movimiento telúrico que adoptó esta vez la forma de estallido social. El país era considerado un oasis en la región y en unas horas un alza marginal de 30 pesos en el billete de metro trastocó todo. Como un tsunami que irrumpe cuando el mar está en calma, pero también como un terremoto que provoca no sólo un gran temblor, sino también réplicas que hacen que las cosas se sigan moviendo durante mucho tiempo.
El domingo, Chile volvió a las urnas sin que la tierra hubiera dejado de temblar. Y lo hizo para pronunciarse sobre un texto constitucional que fue rechazado por un 55% del electorado. La cita se produjo después de que el que se propuso en septiembre de 2022 para dar respuesta a las demandas del estallido social, también fuera rechazado. Esta vez, a diferencia del anterior, que había sido escrito por una asamblea en la que tenían mayoría los sectores de izquierda que se movilizaron en 2019, la propuesta había sido modelada por un consejo donde la derecha y la extrema derecha, que nunca han querido cambios, tenían mayoría. La paradoja es que las dos asambleas, la que propuso el texto de 2022 y la de ahora, fueron escogidas por la misma ciudadanía, como si Chile fuera una cabeza habitada por la esquizofrenia donde hablan voces diferentes que demandan cosas contradictorias.
Los estudios de opinión dicen que en ambos casos, el electorado no ha acudido a las urnas pensando en los textos que se le proponían, sino en las preocupaciones del momento que, en 2022 y ahora, pasan por un aumento de la inseguridad y por el impacto que ha tenido una ola migratoria que ha sumado dos millones de habitantes a un país que en 2018 tenía 18 millones. También ha influido la economía, que presenta desde hace años síntomas de estancamiento y hace difícil pensar en el futuro en un sentido amplio y ambicioso, como sucedió durante la revuelta de 2019.
En 2018, un año antes que el estallido social irrumpiera en la vida de Chile, la escritora Diamela Eltit publicó su novela Sumar. Es la historia de una gran marcha que se dirige al palacio de La Moneda, una especie de profecía de lo que sucedería unos meses más tarde. Eltit es una de las que interpreta los vaivenes electorales de estos cuatro años por el miedo. Principalmente, el que provocó la pandemia, que inoculó en las personas el temor a la muerte y las encerró en sus casas, interrumpiendo además la revuelta que se vivía en las calles y en las plazas donde se debatía cómo organizar el futuro del país.
Pocos se atreven a predecir ahora hacia dónde se encaminará el proceso que abrió el estallido social, pero no parece que la tierra vaya a dejar de moverse. El Gobierno ha descartado abrir un nuevo proceso constituyente, pero el FMI y otros organismos alertan que el malestar y el riesgo de descontento social persisten, porque las demandas que movilizaron al país en 2019 permanecen insatisfechas. Estas pasan principalmente por las consecuencias que ha tenido un modelo económico que ha privatizado en Chile todo aquello que es esencial para el mantenimiento de la vida. La salud, la educación, las pensiones, pero también bienes comunes como el agua. Un modelo que está plasmado en la Constitución de 1980, redactada en plena dictadura, y que desde 2019 se intenta cambiar.
El presidente Gabriel Boric había ligado en gran parte su mandato al éxito de una reforma constitucional que permitiera escribir un país distinto. Si ya era incierto que pudiera avanzar sin mayorías parlamentarias, es más difícil que pueda hacerlo ahora. Es cierto que los resultados del domingo representan una derrota para la derecha, que aspira a recuperar el poder en las presidenciales de 2025, pero no proporcionan oxígeno a Gabriel Boric para materializar su programa electoral ni reconducir la crisis política e institucional que vive el país, la más importante desde la recuperación de la democracia.
Una crisis que ha puesto de manifiesto las deudas pendientes de la democracia chilena, no sólo en materia social y de derechos humanos, sino también con los pueblos originarios y con un medio ambiente devastado por un modelo que no ha puesto límites a la explotación de los recursos naturales. Un modelo que la exministra chilena Clarisa Hardy define como de progreso no inclusivo, porque a pesar de que ha erradicado la extrema pobreza y mejorado las condiciones materiales de vida de casi toda la población, ha mantenido en el tiempo las brechas de desigualdad, así como la precariedad de una gran parte de la ciudadanía. Una que en un 70% asocia la democracia a que los ingresos de las personas sean más equitativos y que ha dejado de confiar en sus instituciones. En 2022 y ahora, más que rechazar una nueva Constitución, la ciudadanía chilena ha dado un portazo a la manera en que se está haciendo política, por eso nadie ha celebrado los resultados.
Tras el plebiscito del domingo, Chile seguirá temblando porque los problemas que se hicieron visibles durante el estallido social continuarán sin resolverse. El país necesita una nueva arquitectura institucional que permita crear, aunque sea tímidamente, un estado de bienestar que procure unos derechos sociales básicos a una sociedad que puso todo en manos del mercado. Necesita diseñar un sistema de organización territorial y político más federal, que permita no sólo que los pueblos originarios tengan un encaje, sino que las regiones más alejadas, como Magallanes o Atacama, accedan a más autonomía. También es urgente combatir la desigualdad en un país en el que 1% de la población acumula el 25% de la riqueza, un dato que es ineludible para entender cualquier proceso relacionado con Chile.
Todas estas cuestiones seguirán en lista de espera. También la posibilidad de recuperar el “nosotros”, el concepto de comunidad que el modelo neoliberal arrebató, obligando a las personas a luchar por sus vidas de forma individual sin una idea de futuro común. Un anhelo que es imprescindible no sólo para redactar una nueva Constitución, sino para construir un proyecto de país compartido.
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