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tribuna
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¿Tsunami terrorista?

La utilización frívola de la legislación penal reformada gracias a un acuerdo entre PP y PSOE en 2015 puede acabar teniendo consecuencias inesperadas

‘Caso Tsunami Democràtic’
Centenares de personas bloquean las inmediaciones del Aeropuerto de El Prat tras el llamamiento de Tsunami Democràtic a protestas por la condena a los líderes del 'procés', en octubre de 2019.Toni Albir
Manuel Cancio Meliá

El titular del Juzgado de Instrucción Central número 6 de la Audiencia Nacional acaba de elevar una exposición razonada a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo solicitando que esta investigue a Carles Puigdemont —quien está aforado por ser miembro del Parlamento Europeo— y a otros líderes separatistas por haber cometido delitos de terrorismo en el contexto de las actividades del llamado Tsunami Democràtic. Aparte de otros elementos llamativos, como el timing elegido por el instructor para este paso procesal (en cuatro años no había habido tiempo para darlo, y se da la coincidencia de que la causa se ha activado precisamente en el momento de las negociaciones para la investidura del presidente del Gobierno), o la interesante idea de que la muerte de un ciudadano francés por un infarto (que sufrió al trasladarse al aeropuerto de El Prat sometido a bloqueo por activistas separatistas) pudiera ser calificada de homicidio terrorista, lo que sorprende es que aparezca siquiera la calificación jurídica de terrorismo respecto de los hechos que en la instrucción se investigan.

Por decirlo desde el principio: hechos como los que se agrupan en la causa Tsunami pueden ser calificados de terrorismo en Moscú, en Estambul o en Teherán. Nunca lo serían ni en Berlín, en París o en Berna. Y en derecho, tampoco en Madrid. Es posible, desde luego, que sean delictivos: si realmente existió una concertación para organizar disturbios en la calle, atacando con violencia a las fuerzas del orden público y cortando vías públicas (como parece que ahora también se ha puesto de moda en la ciudad de Madrid), podría tratarse de diversos delitos contra el orden público previstos en el Código Penal. ¿Pero terrorismo? ¿Sin armas, sin atentados? ¿Cómo es posible esta calificación jurídica delirante, absolutamente incomprensible desde la perspectiva de los ordenamientos jurídicos de los demás Estados miembros de la Unión Europea?

El origen de esta peculiaridad española está en la reforma penal sectorial llevada a cabo mediante la LO 2/2015, que pretendió —se habló de “pacto antiyihadista”— adecuar la legislación española a la nueva realidad del terrorismo de Daesh. También se reformó, y mucho (y muy mal), el Código Penal en general en la LO 1/2015, y se hizo, por primera vez desde 1977, solamente con los votos del Partido Popular, que gobernaba con mayoría absoluta en aquel momento. Pero para la reforma específica de los delitos de terrorismo, el PP contó con el concurso del PSOE en una orgía de populismo punitivo. Solamente han pasado ocho años, pero las cosas eran muy distintas: el actual presidente del Gobierno, entonces solo secretario general socialista, escenificó con Mariano Rajoy un “pacto de Estado” formal y solemne.

¿En qué consistieron los cambios? Aparte de múltiples retoques y ampliaciones, algunas técnicamente muy desafortunadas, se cambió el mismo concepto jurídico de terrorismo. En el Código Penal de 1995, era fácil decir qué era terrorismo: la actividad delictiva organizada y violenta que pretendiera subvertir el orden constitucional, generando terror en la ciudadanía. La nueva definición aprobada por los dos grandes partidos en 2015 sustituyó esta definición clara por una cacofonía de diversos materiales de derribo copiados aquí y allá, en la que el elemento más importante es que, para que haya terrorismo delictivo, aparentemente no es necesario que nadie aterrorice a nadie ni lo pretenda. En vez de definir, como antes, el delito como la suma de organización, violencia de intimidación masiva —o sea, terrorismo en sentido estricto— y pretensión de subvertir el orden constitucional, ahora el art. 573 del Código Penal habla de que se pretenda obligar a los poderes públicos a hacer u omitir algo o aterrorizar a la población o alterar el funcionamiento de una organización internacional o desestabilizar gravemente las instituciones sociales o económicas del país (sea eso lo que sea).

Dicho de otro modo: con una interpretación literalista e insensata de la ley, ahora también puede entrar en el ámbito del terrorismo la activista animalista que comete un delito grave de daños al liberar unos animales criados en horribles condiciones en una granja productora de pieles, o al toro de Tordesillas, los bous embolats, a los de la Maestranza o al ganso o la cabra de algún otro lugar destinados a ser despeñados permitiéndolo la legislación aplicable… pues pretende obligar a los poderes públicos. Si un sujeto se introduce en los sistemas informáticos del FMI y los bloquea con la intención de desestabilizar el funcionamiento de esa benéfica organización, no se queda en un mero delito informático, sino que igualmente realiza un delito terrorista conforme a la reforma aprobada por PSOE y PP en 2015. Etcétera. Todos terroristas: banalización de un delito gravísimo.

No es que no se avisara. Entonces, un muy nutrido grupo de penalistas prácticos y teóricos advertimos de que esa reforma tan desafortunada, escenificada como “pacto de Estado” muy serio, no tenía ni pies ni cabeza y era peligrosa para el propio Estado de derecho. Parafraseando al dramaturgo suizo Dürrenmatt, igual que todo lo inventado se acaba aplicando, todo lo mal legislado puede ser abusado para poner una hoja de parra a actuaciones judiciales… digamos, exóticas.

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