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Tribuna
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Las lecciones de las otras invasiones de Gaza

La operación militar israelí en la Franja sigue la doctrina, incuestionada, de tratar a todos los civiles en la zona de avance como enemigos y causar todo el daño que sea necesario para evitar bajas. La experiencia demuestra que eso por sí solo no sirve al objetivo de la seguridad a largo plazo

Tribuna Weiman 21-11
Eulogia Merlé

Han pasado más de cinco semanas desde el brutal ataque de Hamás contra Israel, el pasado 7 de octubre. Familias enteras ejecutadas, niños pequeños masacrados, mujeres violadas, víctimas torturadas y descuartizadas. Murieron aproximadamente 1.200 personas, en su mayoría civiles, y se llevaron a 240 personas israelíes y de otras nacionalidades como rehenes a Gaza. Desde entonces, Hamás está disparando cohetes a diario contra ciudades y pueblos de Israel, que a su vez bombardea desde el aire y con artillería la franja de Gaza. El 27 de octubre, Israel comenzó la invasión terrestre, que aún continúa. Según la ONU, en Gaza han muerto hasta ahora alrededor de 11.000 personas, hay 1,5 millones de desplazados y el 45 % de las viviendas han quedado destruidas o dañadas. En la ONG Breaking the Silence (Romper el silencio) hemos estudiado desde hace años testimonios de soldados que participaron en anteriores campañas israelíes en Gaza. Volver la vista atrás puede ayudarnos a ver con más claridad las opciones que tenemos hoy.

Las campañas militares que ha llevado a cabo Israel en Gaza hasta ahora se han guiado por dos principios fundamentales. El primero es el que a veces se conoce como “ningún riesgo para nuestras fuerzas”: la máxima prioridad es la seguridad de los combatientes israelíes. La idea puede parecer razonable, pero esta teoría añade que, para que los soldados estén más seguros, hay que transferir el riesgo a la población civil de Gaza, aunque no tenga nada que ver con las hostilidades. El segundo principio es la denominada doctrina Dahiya, llamada así por un barrio de Beirut que sufrió intensos bombardeos de Israel durante la guerra del Líbano de 2006. La doctrina Dahiya afirma que, en un conflicto asimétrico contra un adversario no estatal, es posible crear un periodo de calma si se causan daños desproporcionados en el equipamiento militar y las infraestructuras y propiedades civiles. Se supone que una acción de ese tipo tiene efectos disuasorios y pone a la población civil en contra de la organización no estatal que tiene la base en ese territorio. Estos dos principios, el del “riesgo cero” y el de Dahiya, han inspirado todas las campañas militares de Israel en Gaza desde la Operación Plomo Fundido, en 2008-2009.

Veamos algunos ejemplos. El 21 de octubre, el ejército israelí arrojó sobre el norte de Gaza unas octavillas en las que aconsejaba a los residentes que abandonaran de inmediato la zona, les advertía de que su vida corría peligro y decía expresamente que “a cualquiera que decida no marcharse del norte de la Franja [de Gaza] al sur de Wadi Gaza podrá considerárselo cómplice de una organización terrorista”. Las alertas de evacuación de este tipo también se utilizaron en campañas militares anteriores, en las que se ordenaba abandonar sus hogares a los civiles que residían en zonas que las fuerzas terrestres iban a invadir. Cumplido el plazo concedido para la evacuación, esas zonas sufrieron un intenso fuego aéreo y de artillería con el propósito, en general, de suavizar la zona: repeler a los combatientes enemigos, destruir las estructuras que podían constituir una amenaza para las fuerzas terrestres y dejar claro a los civiles que no hubieran obedecido la orden de evacuación que no tenía sentido que se quedaran allí. Desde el punto de vista de Israel, las advertencias separaban a los civiles de los combatientes y “convertían” las zonas civiles en campos de batalla donde, en teoría, no hay necesidad de contener el uso de la fuerza.

La idea del campo de batalla dejaba margen para seguir unas reglas de combate más permisivas. En las zonas convertidas, donde se había advertido a los residentes que se fueran, las órdenes de los soldados solían ser que no corrieran riesgos y trataran a todos como militantes de Hamás. Los soldados que participaron en anteriores invasiones terrestres cuentan que les decían: “Cualquiera que esté allí, para el ejército está condenado a muerte” y “disparad a todo lo que se mueva”. Como explicó un soldado: “Se trata de pensar que cualquiera puede ser un terrorista”. Y otro añadió: “Nos dijeron que se suponía que no debía haber civiles. Si veíamos a alguien, había que dispararle”. Estas órdenes no querían decir —ni los soldados pensaban que quisieran decir— que hubiera que disparar incluso a una persona indudablemente inofensiva; querían decir que, si había dudas sobre si era inofensiva o no, había que considerarla hostil. Las órdenes protegían a los soldados contra posibles amenazas a expensas de las personas inocentes que se habían quedado atrás y a las que se consideraba “cómplices de una organización terrorista”, como decían los panfletos arrojados hace unas semanas. Para luchar contra Hamás en las zonas urbanas, se invirtió la presunción de inocencia por la que, hasta entonces, se regía la Fuerza de Defensa Israelí en la guerra urbana. En Gaza, cualquiera que no se marche es culpable hasta que se demuestre su inocencia.

Una vez completada la transformación conceptual de los pueblos y los barrios en campos de batalla, las tropas israelíes atacan como si libraran una guerra convencional. Los miembros del cuerpo de ingenieros y las excavadoras acorazadas despejan el camino para las tropas de tierra y, de paso, destruyen todo lo que encuentran a su paso: carreteras, coches, edificios de apartamentos, tierras agrícolas. Los tanques Merkava avanzan junto a la infantería, disparando sin cesar contra todo lo que parece una amenaza. Un soldado nos describió el avance conjunto de las excavadoras y los carros de combate: “Disparaban, destruían, disparaban, destruían, y así avanzábamos [...]. Casas en lugares estratégicos que no íbamos a capturar, objetos peligrosos. [...] Lo arrasaron todo”. Los soldados dicen que hubo fuego continuo, sin descanso: ametralladoras, morteros, M16, artillería, fuego aéreo. Todo se consideraba un objetivo legítimo: “Si estás en Gaza, disparas contra todo”. El objetivo de toda esa potencia de fuego era proteger a los soldados y el de toda esa destrucción era eliminar posibles amenazas. Proteger a los soldados era la máxima prioridad. Por consiguiente, arrasar barrios enteros era un efecto secundario de ese deseo de protección, aunque al mismo tiempo, de acuerdo con la doctrina Dahiya, fuera uno de los objetivos de la operación.

Una vez dentro de la Franja, la misión de los soldados es encontrar e incapacitar a combatientes de Hamás o, como en 2014, encontrar y demoler los túneles utilizados por Hamás para invadir Israel. Algunas de las casas de las que se apoderaron pasaban a ser centros de mando o alojamientos provisionales. Cuando las tropas de tierra, por fin, se retiraron de la Franja, los ingenieros volaron gran parte de los edificios en los que se habían alojado, mientras la aviación bombardeaba los barrios que habían ocupado. Fue una aplicación evidente de la doctrina Dahiya, que exigía la destrucción de las zonas civiles independientemente de que supusieran o no un riesgo para los soldados. Un militar describe así la retirada: “Una hora u hora y media antes de que empezara el alto el fuego, aparecieron los aviones y, en sucesivas pasadas, bombardearon todas las casas que tenían alguna relación con el enemigo [...] Las bombas caían y eliminaban una casa detrás de otra. Estábamos a trescientos o cuatrocientos metros. En cuanto confirmábamos que todo el mundo había salido, los aviones llegaban y las destruían. La casa se derrumbaba. Desaparecía. Se convertía en polvo”.

Como demuestran estos ejemplos, los principios que rigen las operaciones militares de Israel en Gaza entrañan mucho daño a la población civil y a las propiedades e infraestructuras civiles. Aunque las campañas militares anteriores no impidieron que Hamás reanudara las hostilidades, Israel ha mantenido una firme adhesión a estos principios. Al contrario, con cada nueva ola de violencia, se ha interpretado que los dos principios permitían y recomendaban un uso cada vez mayor de la fuerza y la potencia de fuego. Las lecciones extraídas de los conflictos pasados siempre han tenido que ver con la forma apropiada de aplicar estos dos principios. Nunca se ha puesto en tela de juicio su validez como tales. La experiencia solo nos enseña lo que nuestras ideas preconcebidas nos dejan ver.

El espantoso ataque del 7 de octubre dejó muy claro que la defensa de Israel exige una estrategia diferente. Debemos cuestionar nuestros esquemas: la lección que nos enseñan las guerras del pasado es que la fuerza, por sí sola, no basta para ofrecernos a los israelíes la seguridad que merecemos. La única forma de defender las fronteras y a los ciudadanos de Israel es una solución política que aborde las raíces del conflicto. Debemos alcanzar acuerdos vinculantes que garanticen los derechos, la seguridad y la libertad de israelíes y palestinos por igual y la autodeterminación de los dos pueblos.

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