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Tribuna
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Argentina: un país desconocido

La polarización de la campaña ha logrado que la palabra “libertad” no signifique lo mismo para todos. Se ha abierto una zanja que deja a los de un lado agitando las banderitas progres de los derechos adquiridos y a otros retrocediendo a toda velocidad hacia décadas pasadas

Javier Milei (izquierda) y Sergio Massa durante sus cierres de campaña, en Buenos Aires, Argentina, el 16 de noviembre de 2023.
Javier Milei (izquierda) y Sergio Massa durante sus cierres de campaña, en Buenos Aires, Argentina, el 16 de noviembre de 2023.REUTERS
Leila Guerriero

Un periodista radial de 60 años que en las elecciones presidenciales del 19 de noviembre va a votar al peronista Sergio Massa —lo hará a disgusto, siempre votó a la izquierda—, me dice, acerca de quienes van a votar al candidato de extrema derecha Javier Milei: “Es como si esa gente pensara: ‘Sé que me van a matar, así que prefiero que me maten rápido”. Un vecino de 22 años, repartidor de Glovo, dice que va a votar a Milei “porque es un cambio, y aunque la gente se asusta con algunas cosas que dice, no las va a hacer”. Una mujer de 45 que tiene un servicio de catering dice que va a votar a Milei “porque propone cosas nuevas que nunca se probaron”.

Más allá de que muchos votarán a Massa a disgusto —una manera no demasiado virtuosa de votar—, y de que es extraño que muchos voten a Milei convencidos de que no va a hacer lo que propone, o que lo voten convencidos de que propone “cosas nuevas que nunca se probaron” cuando en verdad propone una buena cantidad de cosas que ya se probaron y salieron mal (la avalancha de privatizaciones de los años 90, bajo el Gobierno de Carlos Menem), todas las charlas que se emprenden por estos días en la Argentina tienen algo en común: empiezan por cualquier tema —la guerra, el clima o la comida— y treinta segundos después derivan en las elecciones presidenciales en las que compiten un peronista que hace malabares para que nadie recuerde que es ministro de Economía de un Gobierno kirchnerista en un país con 142% de inflación y 40% de pobres; y un libertario con el motor funcionando a toda marcha para alcanzar el nirvana de la aniquilación del Estado, eso que define como “el pedófilo en el jardín de infantes, con los nenes encadenados y bañados en vaselina” (es dado a las metáforas).

El 22 de octubre, en la primera vuelta, Milei, cuyo partido lleva el nombre de La Libertad Avanza, perdió con el 30% frente a Massa que se impuso con un inesperado 36,7%. Si antes de esa fecha ninguna de las personas con las que hablé reconocía haber votado a Milei, luego muchas —escribanas, contadores, empleadas domésticas, vecinos— empezaron a decir que lo van a hacer. Votarán por un candidato que resucitó la discusión ya zanjada acerca de si lo cometido por la dictadura fue un “exceso” o terrorismo de Estado; que propone la dolarización y el cierre del Banco Central; que aboga por la privatización de la salud, la educación y el transporte; a quien le parece razonable que los ciudadanos puedan comprar armas a su antojo; que propone eliminar 10 de los 18 ministerios existentes; que se refiere a los políticos tradicionales con términos como “parásitos, bosta, zurdos de mierda”; que cree que la justicia social es una aberración porque implica “robarles a unos el fruto de su trabajo para regalarlo a otros”, y cuyo símbolo de campaña es una motosierra. Conozco a algunas de esas personas que van a votarlo desde hace años. Pero al hablar con ellas me doy cuenta de que el cambio —y no el cambio del que habla Milei— ya está en marcha. Es por ahora sutil, sibilino. Una colega que vive en el interior lo resumió con una pregunta perturbadora: “¿Podremos relacionarnos como siempre con gente que, aun siendo buena, cree que Milei es una chance?”. ¿Podremos? Si habíamos llegado hasta aquí con una divisoria de aguas dañina —kirchnerismo/ antikirchnerismo—, ¿puede ser menos dañina esta zanja que deja a unos de un lado agitando las banderitas progres de los derechos adquiridos y a otros retrocediendo a toda velocidad hacia décadas pasadas, poniendo en discusión cosas sobre las que ya había consenso: sí, hubo terrorismo de Estado; sí, debe haber salud y educación públicas; no, la violencia no es el camino?

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Las cosas que dice Milei no son distintas a las que se escuchan en la calle desde hace años: los políticos roban, los que reciben subsidios del Estado son unos vagos, la educación pública es un desastre. “Llamar a eso de derecha, de izquierda o reaccionario no existe. No es pensamiento político. Es la ausencia, es el vacío de pensamiento político”, dijo la ensayista y socióloga Beatriz Sarlo sobre Milei. Sea como fuere, el hombre supo aprovechar ese vacío.

La sensación que impregna estos días es la de vivir en un país desconocido. Quienes atacan a Milei desde el progresismo lo hacen diciendo que “está loco” —un argumento endeble para denostar a alguien que fue asesor económico durante 15 años de Eduardo Eurnekian, uno de los hombres más ricos de la Argentina—, o lo acusan de negacionista, algo que para sus votantes, muchos de ellos jóvenes que nacieron en democracia y para quienes la dictadura es un cuento antiguo, no parece tener mucho peso. Ante esos ataques, Milei se comporta como un Gremlin: se multiplica. En The Waldo Moment, el tercer capítulo de la primera temporada de la serie Black Mirror, Waldo, un dibujo animado, un osito azul, protagoniza un programa de televisión en el que se burla de los políticos con agravios bestiales y lenguaje soez. Se postula a candidato en las elecciones parlamentarias. Los políticos intentan atacarlo ridiculizándolo, pero nadie puede: nadie es más ridículo que Waldo. Intentan atacarlo con violencia, pero nadie puede: nadie es más violento que Waldo. Él ya se los comió a todos y les vomita sus propios argumentos bajo la forma de parodia brutal.

Un abogado, defensor público, me dice que nunca creyó que votaría a Massa, pero que ahora parece su militante ferviente y se pregunta: “¿Cómo mis sobrinos, de entre 26 y 16 años, votan a Milei? ¿Qué pasó en estos años que todo esto les entró en la cabeza? ¿En qué estuve distraído?”. La pregunta debería desvelar a los políticos, pero no tiene mucho rating. El 5 de noviembre fui a un festival por las cuatro décadas de democracia que, paradójicamente, se cumplen este año en que uno de los candidatos, Milei, dice que el de Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático posdictadura, fue “el peor Gobierno de la historia”, y reconoce haber usado un punching ball al que le pegó una foto del ex mandatario para molerlo a golpes. Durante ese festival me hicieron una entrevista en la que me preguntaron si pensaba que, en caso de no ganar Milei, se abriría una oportunidad para revisar cómo se llegó a esta situación. Dije que no lo creía porque el poder opera como una gigantesca red social, una burbuja en la que la gente pastorea convencida de que tiene razón, arengada por los que piensan como ellos, denostando a quienes no.

Massa, más que preguntarse cómo llegamos hasta acá, hace campaña prometiendo un Gobierno de unidad y asegura que, si asume como presidente, su ministro de Economía no será alguien de su espacio político. Aunque no es ni ha sido kirchnerista, sabe que, si quiere ganar, debe demostrarlo con potencia, y recorre el país lanzando mensajes de conciliación como si hubiera incorporado el espíritu de Nelson Mandela, diferenciándose de la política de enfrentamiento del kirchnerismo que engendró —con medidas concretas pero también con discursos sarcásticos y descalificación de sus adversarios— una fuerza poderosa: el antikirchnerismo.

Milei, por su parte, en las últimas semanas atemperó sus propuestas radicales, ya no grita tanto, insinúa que privatizará, pero poquito; que dolarizará, pero más adelante; que liberará la venta de armas, pero en otro contexto. Lo que no abandona es su consigna: “¡Viva la libertad, carajo!”. Cuando se debatió la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, en 2020, la escritora argentina Claudia Piñeiro leyó una ponencia ante la Cámara de Diputados, que se publica completa en su último libro, Escribir un silencio. Allí dice: “Hay un texto de Timothy Snyder, que se llama Sobre la tiranía, donde el autor advierte determinadas operaciones que se dan en la democracia, pero que conducen a situaciones cercanas a la tiranía. Una de las cuestiones que describe es cuando un sector de la sociedad se apropia de un símbolo, signo o palabra del que excluye al resto de la sociedad”.

La palabra “libertad” ya no significa lo mismo para todos. Y ese sí es todo un cambio. Toda una pérdida.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.
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