Democracia de la amistad
Hace falta que los ciudadanos se encuentren en lugares públicos para desmontar el tipo de prejuicios irracionales que detonan el conflicto político irracional
¿Qué tienen en común las bibliotecas públicas, las asambleas ciudadanas aleatorias y las administraciones públicas independientes? Que son instituciones democráticas, como los partidos y los parlamentos, pero de un tipo muy diferente. Mientras que estos incentivan el conflicto, estas otras instituciones buscan impulsar la amistad cívica, sin la cual tampoco es posible la democracia.
Lo que quiero decir es que existe un catálogo de instituciones democráticas de la amistad y que la crisis democrática puede estar enraizada en la ausencia de nuestras elecciones institucionales, o en el debilitamiento que han experimentado por décadas a cambio de priorizar en nuestros sistemas políticos las instituciones democráticas “clásicas”.
El argumento habitual es que los seres humanos somos “de cierta forma” o que la política tiene una “esencia” asociada al conflicto y que por ello “necesitamos” estas instituciones tradicionales para administrar el conflicto. Este mito está anclado en lo más profundo de nuestro pensamiento político: toda la razón de ser del Estado es que sin él, diría Hobbes, nos matamos.
Pensar de otra manera sería algo como esto: los seres humanos no somos de ningún modo; son las instituciones políticas las que nos crean de cierta manera. Es más: si tuviéramos una esencia, la mayoría de estudios demuestran que el ser humano está más volcado a la cooperación, y que la cooperación y no el conflicto ha sido la clave de nuestra evolución como especie.
Ese constante estar en pugna de la política contemporánea es más un juego de laboratorio que un reflejo de la realidad. Muchos estudios empíricos demuestran que los políticos son más extremos que los ciudadanos. Muchos políticos son amigos: toman café antes de entrar a las imponentes salas de sesiones, se invitan a cenar. Pero allí tienen, en cambio, que impostar la peor virulencia. Entran como a un teatro donde tienen unos papeles rígidos que desempeñar. Las reglas requieren explotar cualquier desacuerdo, exagerar cualquier diferencia, sancionar a quien cambia de opinión y exigir coherencias entre lo que uno piensa ahora y lo que pensaba a los 14 años.
Representación política sí, pero en el sentido teatral de representar una obra. Una mala obra, además.
Yo no creo que estemos condenados a ninguna ontología social, ni a la del conflicto, ni a la de la amistad. Podemos producir ambas. La alternativa es construir otro tipo de instituciones democráticas que impulsen la amistad cívica. ¿Cuáles?
Los espacios comunes son centrales para la creación de amistades cívicas. Un trabajo del sociólogo estadounidense Eric Klinenberg ha demostrado la importancia de las bibliotecas públicas para crear la nuez de empatía que una democracia de la amistad requiere. Hace falta que los ciudadanos y, sobre todo, los ciudadanos diferentes, se encuentren en lugares públicos para desmontar el tipo de prejuicios irracionales que detonan el conflicto político irracional.
La segregación que crea la vida privada hace más difícil que los ciudadanos puedan llegar a comprender cualquier mundo que no sea el suyo. Por esto la educación y la sanidad públicas también son instituciones de la amistad. Es verdad que debemos apoyarlas por razones de justicia distributiva o de inclusión, pero además por razones específicamente democráticas.
Una de las cosas que más me gusta de las asambleas ciudadanas aleatorias —también llamadas mini-publics— como las que han sido llevadas a la práctica más de un millar de veces ya en el mundo es su capacidad para demostrar que los ciudadanos aleatoriamente elegidos pueden alcanzar compromisos mucho más elevados que los políticos. La razón no es psicológica —no radica en que unos sean buenos y otros no—. La razón tiene que ver con el diseño de la institución.
Hay que sacar cosas de la política partidista: hay que sacar a la administración, hay que sacar a la prensa pública, hay que sacar a las jefaturas de Estado. Estas son instituciones democráticas que deben cumplir el ideal de “gobernar para todos”, que se extraña tanto en la política contemporánea.
Y hay que regular las redes, que han introducido otra modalidad en estos juegos del hambre: entrar en conflicto sangriento con absolutos desconocidos. Los algoritmos que inciden sobre nosotros deberían poder ser decididos por nosotros, a través de leyes públicamente discutidas y democráticamente aprobadas. La pregunta no es si las redes deben ser reguladas (no pueden no ser reguladas), sino quién ha de regularlas: Elon Musk o nosotros.
Las reglas electorales también pueden favorecer a los extremos, o no. A los gobiernos no los eligen los pueblos, en realidad los eligen una combinación del pueblo y las reglas de elección. Si cambiamos una regla de votación, cambiaremos los comportamientos políticos rutinarios. La regla de mayorías promueve la división; otras reglas electorales que se comienzan a usar, como los sistemas de ranqueo, que permiten a los ciudadanos expresar de su candidato favorito al menos favorito, promueven los puntos medios.
Así que sí hay otros caminos posibles. El diseño urbano puede nutrir la amistad democrática. Las redes sociales podrían crear relaciones menos belicosas. La educación y la salud públicas pueden recordarnos que vivimos en el mismo mundo. Las asambleas aleatorias, que no toda la representación requiere elecciones, campañas y partidos. Las administraciones y la prensa estatal pueden ser de todos. Y no tenemos que votar siempre de la misma manera, rompiéndonos en dos.
Entre más segregados estén los ciudadanos, más usarán la democracia para protegerse a sí mismos de los demás. La democracia se convierte en una guerra a muerte, como hoy en Estados Unidos. Es normal que eso pase en un país sin andenes.
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