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Tribuna
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Errores nacionales

El drama de la política española no es que el PSOE pacte con Sumar y con partidos independentistas, sino que la derecha vete cualquier iniciativa que en la Transición se habría considerado osada pero legítima

Tribuna Sánchez-Cuenca 31/10/23
EULOGIA MERLE

El PSOE refleja internamente las tensiones que atraviesan a la sociedad española en la cuestión territorial. Así como los españoles están profundamente divididos sobre este particular, también lo está el electorado socialista. En el PSOE hay dirigentes y votantes con posiciones muy diversas, desde centralistas sin complejos hasta partidarios del federalismo y la plurinacionalidad. Es fácil detectar modulaciones propias en el partido socialista catalán, valenciano y balear frente al de Extremadura, Castilla-La Mancha y Andalucía. Esto no sucede en el resto de fuerzas políticas, cuyos seguidores tienen perfiles más homogéneos. Los líderes y votantes del PP o de Vox, por ejemplo, son en su abrumadora mayoría partidarios de un nacionalismo español duro, de la misma manera en que son casi unánimemente soberanistas o independentistas ERC, Junts o Bildu.

Esta variación interna en el PSOE explica sus vacilaciones y resistencias ante los dilemas que se abren con los acuerdos de investidura. Mientras que todos los votantes de la derecha se oponen a pactos con los independentistas, los de la izquierda no tienen una postura común. Acuerde lo que acuerde el PSOE con los demás partidos, habrá desgarros, debates y disidencias. El PSOE ya ha atravesado situaciones complicadas, baste recordar la renuncia al marxismo en 1979, el giro en torno a la OTAN en 1986, el proceso de paz en 2006 o la formación de una coalición de gobierno con Unidas Podemos en 2019.

Aprovechando esta situación de indefinición, publiqué hace unas semanas un artículo en el que defendía la tesis de que España es constitutivamente plurinacional. La Constitución lo reconoce tímidamente; en el Preámbulo se habla de “los españoles y los pueblos de España”, así, en plural, y en el artículo 2 se introduce la distinción entre “regiones y nacionalidades”. Sin embargo, la interpretación que han hecho los dos grandes partidos y el propio Tribunal Constitucional nos ha conducido a una lectura restrictiva, basada en la uniformización (“café para todos”) y la descentralización de muchas políticas, pero sin resquicio apenas para el reconocimiento de la realidad plurinacional de España. Según lo entiendo, cuanto antes reconozcamos la verdadera naturaleza del país, antes resolveremos algunos problemas que arrastramos desde hace ya más de un siglo. Tenemos un demos complejo y compuesto y eso debe encontrar reflejo en nuestra Constitución, por mucho que el Tribunal Constitucional afirme que la Constitución solo conoce una nación, la española.

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Ignacio Urquizu, político socialista, academico y buen amigo, ha escrito en estas páginas una réplica en la que me acusa de cometer tres “errores” en mi análisis. Yo creo que no son “errores”, sino más bien diferencias de opinión. La suya corresponde a una cierta lectura del problema territorial que es muy común en los sectores más conservadores del PSOE. Creo que vale la pena repasar sus críticas para entender mejor los debates que inevitablemente se van a producir en los próximos tiempos.

Según Urquizu, mi primer “error” consiste en partir de una premisa equivocada, a saber, “que los independentistas se quieren integrar”, mientras que él cree que no hay integración posible de quien tiene como objetivo último la separación. Desde ese punto de vista, el nacionalista vasco o catalán tan solo ansía su propio Estado y por tanto cualquier esfuerzo de reforma institucional integradora está llamado a fracasar. Yo no lo veo así, pues hay múltiples estudios al respecto que muestran que las demandas secesionistas se activan y se expanden en función de lo que haga la otra parte, el Estado. Por supuesto, hay personas que son independentistas incondicionalmente, pero hay muchas otras que cambian de opinión en función de las circunstancias. En este mismo periódico se publicó hace unos días un interesante reportaje sobre las fuertes variaciones en el apoyo a la independencia de Cataluña en los últimos años. Con los gobiernos de Mariano Rajoy el apoyo al independentismo creció mucho, mientras que ha disminuido con los de Pedro Sánchez. La (no) estrategia de Rajoy fue un gran estímulo para el secesionismo. No se trata de un fenómeno limitado a las bases, se extiende también a las cúpulas de los partidos. Recuérdese la evolución del PNV de Ibarretxe al PNV de Urkullu, o la de la Convergencia de Pujol a la de Puigdemont (bajo nombres distintos). La preferencia por la independencia es una amalgama en la que intervienen identidades culturales, lealtades nacionales y, también, los costes y beneficios económicos y políticos de estar dentro o fuera. Por todo ello, pienso que la integración de las diversas naciones que hay en España no es una tarea imposible, sino un desafío que requiere abandonar el fatalismo y el conservadurismo intelectual.

El segundo “error” no me lo atribuye Urquizu directamente a mí, sino que dice que está muy extendido en el debate territorial y consiste en que los nacionalistas catalanes y vascos no reconozcan la diversidad interna de sus territorios. No creo que merezca la pena detenerse en tamaña obviedad. Por cierto, sucede igualmente cuando se habla en nombre de España.

El tercer “error” que cometo consiste en presentar una idea de España sesgada. En realidad, yo no presenté ninguna idea de España en mi artículo, me limité a hablar del nacionalismo español excluyente que se ha extendido durante la última década y que explica la aparición de Vox y la radicalización españolista del PP. Se basa en una exaltación agresiva de la nación española, la reivindicación del pasado imperial, el desprecio a las minorías nacionales y, en ocasiones, a los inmigrantes también. El nacionalismo español no siempre ha sido así: ha tenido momentos peores en épocas pasadas, pero también los ha tenido mejores (por ejemplo, en las primeras décadas de nuestra democracia, cuando tenía una dimensión más cívica que ahora).

Urquizu cierra su artículo añorando los grandes consensos que se produjeron tras las elecciones de 1977 a propósito de la Constitución y el modelo territorial. Es fácil estar de acuerdo. Ahora bien, conviene recordar quién se opone hoy a cualquier modificación del statu quo: una derecha que convierte en “golpe de Estado” cualquier iniciativa que en los tiempos de la Transición se habría considerado osada pero legítima. El drama de la política española no es, a mi entender, que el PSOE pacte con Sumar y con partidos independentistas, sino que la derecha vete cualquier cambio de progreso. En el fondo no es tan sorprendente, pues el PP es una evolución de Alianza Popular, el partido que durante la Transición luchó para que no se reconociera la existencia de “nacionalidades” y que no apoyó la Constitución (la mitad del grupo parlamentario se abstuvo o votó en contra). Volver al espíritu de la Transición significaría que el PP se comportara como la UCD de Adolfo Suárez, una derecha más moderada e integradora, y no como el heredero de la AP de Manuel Fraga. Según ha señalado Robert Fishman en su imprescindible comparación entre las democracias española y portuguesa (Práctica democrática e inclusión, Catarata, 2021), un grave problema de nuestro sistema político es que de los dos partidos creados en el seno del franquismo, UCD y AP, fuera AP el que terminara prevaleciendo. Hoy el PP representa el 33% del voto, frente al 8% que obtuvo AP en 1977. Sería sin duda deseable que el PP se sumara a las reformas que el país necesita. Pero sería absurdo que los partidos progresistas renunciaran a ellas por el inmovilismo del PP.

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