¿De qué manera vamos a saber su nombre?
El debate es interesante por viejo. Ya se sabe que una muerte es una tragedia, y un millón, estadística


Vista Oppenheimer. De camino a casa, un sábado por la noche lleno de vida en las calles, reparé en que durante las tres horas de película no sale ningún japonés. Es una decisión arriesgada pero coherente. Ninguno de los espectadores del cine en el que acabo de estar sabría decir el nombre de una sola de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki. De ese cine y probablemente de casi todos los cines. Se calcula que fueron unos 214.000 fallecidos los causados por las dos bombas atómicas: ¿de qué manera íbamos a saber el nombre de uno de ellos? Es imposible.
La razón por la que Christopher Nolan, director de Oppenheimer (peliculón, por otra parte; recomiendo el artículo de Iva Dixit en The New York Times: “Es una película de chicas, habla de nosotras”), prescinde no solo de japoneses, tanto vivos como muertos, sino de imágenes del lanzamiento de las bombas y sus tremendos impactos, es artística. En un coloquio, Nolan dijo que pretendía que el foco no se apartase de Oppenheimer y sus dilemas endiablados. En un análisis muy interesante, Miguel Ángel Pizarro cuenta que Nolan prefiere respetar la lógica del protagonista. “Haber mostrado los bombardeos o a las víctimas, incluso a una figura que representase a la población del país del Sol Naciente, hubiera sido un acto de banalización de lo sucedido, puesto que su protagonista muestra su pesar, pero nunca hizo un acto que realmente fuese simbólico con la ciudadanía nipona”.
El debate es interesante por viejo. Ya se sabe que una muerte es una tragedia, y un millón, estadística. En la película se puede ver la exaltación del equipo de científicos de Los Álamos cuando el ensayo funciona (brindis, cánticos, abrazos, enormes y felices sonrisas). No se alude, sin embargo, a las consecuencias de esa euforia, que sí detalló en una tribuna en The New York Times Tina Cordova, cuya familia vivía en esa zona de Nuevo México: la radiación alcanzó en muchas viviendas casi 10.000 veces lo que se permite actualmente en áreas públicas, y se documentaron múltiples casos de familias con cuatro y cinco generaciones de cáncer desde el test Trinity, el ensayo de la bomba. “Soy la cuarta generación de mi familia que ha tenido cáncer desde 1945. Mi sobrina de 23 años acaba de ser diagnosticada con cáncer de tiroides”, cuenta.
Llegué a la conclusión de que Nolan había hecho bien en no sacar a ni un solo japonés en la película, y ni una sola ciudad bombardeada. Al no estar, están en todo el metraje y el espectador, a poco que tenga un poco de sensibilidad, tendrá presentes a las víctimas desde el primer minuto, concretamente desde que Oppenheimer inyecta cianuro en una manzana para cargarse a su profesor. Y, sobre todo, cuando el gabinete de la Casa Blanca debate sobre qué ciudades arrasar con su nuevo invento. Hay 12 candidatas, que se quedan finalmente en 11: descartan Kioto por su valor cultural y porque el secretario de Guerra de Estados Unidos, Henry L. Stimson, pasó allí su luna de miel: de ninguna manera arruinará ese recuerdo borrándola del mapa. Mentalmente, dividí la pantalla en dos en ese momento: las familias japonesas recogiendo la mesa, jugando en el salón, bebiendo en la cocina o durmiendo a sus niños mientras un hombre, a más de 10.000 kilómetros, les salva la vida porque en sus calles pasó unos días estupendos. Las mismas familias de Hiroshima y Nagasaki aniquiladas desde el cielo sin saber cómo ni por qué, solo como parte de un objetivo militar “necesario y justificado”; gente en parques, hospitales o colegios que, en un segundo, desaparecen del planeta sin que a los demás, al ser tantos los muertos, nos dé tiempo a recordar su nombre. No es nada nuevo. De hecho, está pasando hoy.
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