Bilis nihilista
La destitución de McCarthy contamina todo el entramado institucional de la primera potencia mundial, que se quedará sin presupuesto en 40 días
La vida política estadounidense es un indicador adelantado de la política europea, especialmente la de su otrora respetable Partido Republicano, aunque no solo. La destitución del presidente de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, tras la moción de censura de amotinados de su propio partido es un caso más de una larga lista de escandalosos ejemplos. Lo que está en juego va más allá de la carrera política de una persona. La destitución contamina todo el entramado institucional de la primera potencia mundial, que se quedará sin presupuesto en 40 días, comprometiendo también la ayuda militar a Ucrania. El Grand Old Party es hoy una máquina ensimismada en motines y purgas de apariencia ideológica que, sin embargo, ocultan el mero interés personal, la tentación de poder de unos hombres que han desconectado su acción de cualquier tipo de integridad, responsabilidad o compromiso público.
No es casualidad que este paisaje sea uno de los abordados en Tiempos nihilistas, último libro de la pensadora norteamericana Wendy Brown, donde nos habla de cómo la política se ha desvinculado de los valores o causas serias para devenir en mero juego de poder. El diagnóstico es tan sencillo como preguntarse cuál es el fin último de la acción del gobernante. Si la respuesta es el puro poder, entonces nos encontramos ante un demagogo. Porque el auténtico líder político, dice Brown, es quien se siente “atraído por el poder, pero no se deja embriagar por él”, quien se siente satisfecho “por su capacidad de influir en las personas y en la historia, pero supera día a día las tentaciones de la vanidad o el narcisismo”. Su poder estaría arraigado en su carisma y sus acciones marcadas por la moderación y una cierta visión de futuro. Su ego sería el instrumento para una causa y no la causa misma.
McCarthy es el síntoma de ese nihilismo que impregna el Partido Republicano y, a través suyo, al resto del sistema. Comprobar que la degradación de un partido provoca una grave disfunción democrática es un tema muy serio. Hay quien se ha planteado si el Partido Demócrata debería haber votado en contra de la moción para evitar el actual caos al que se enfrenta el país, aunque significase salvar a alguien que no ha parado de importunar a los demócratas con críticas y mentiras, y que se mostró incapaz de romper con Trump después del asalto al Capitolio. Hablamos de un depredador ético que hizo todas las concesiones posibles al ala más leal a Trump para conseguir el cargo, incluida la apertura de una falsaria investigación oficial contra Biden. Pero es que cualquier apoyo demócrata hubiera socavado aún más las posibilidades de sensatez de un partido abandonado a la bilis de su ala más dura, reforzando su cínico discurso antiestablishment. Para que ambos partidos puedan entenderse debe haber confianza, y es difícil rehabilitar a un político sin que asuma el compromiso de no comportarse como un trol y este parezca al menos verosímil. Mientras esto no suceda, nuestras democracias estarán abocadas a la inestabilidad.
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