Fabián Casas: la visita del poeta
Leyó en voz alta, de atrás para adelante, un poema que en la primera lectura, en el orden correcto, había sido incomprensible, y se hizo nítido
Vino a mi casa un poeta. Le pedí que diera a los periodistas de un taller que dicto una clase sobre poesía. Cuando se fue, los ambientes quedaron inestables, acomodados en el ritmo inseguro de los bordes. Años atrás, me encontré con él en un bar, le conté que vivía con dos gatas de manera transitoria, que no sabía si transformarlas en gatas permanentes. ¿Qué iba a hacer cuando viajara? Me dijo que alguna vez tenía que hacerme responsable de la vida de un ser. Yo dudaba. Cuando nos despedimos, crucé la calle y el poeta, desde el otro lado, me gritó: “¡Leila, quedate con las gatas!”. Era una orden. Tomó la responsabilidad de decidir por mí y las gatas se quedaron. Una murió trágicamente pero llegó otra. Siguen siendo dos. Ayer, mientras el poeta estaba en mi casa, una de las gatas vino a saludarlo, a conocer al hombre que había hecho que ella estuviera acá. En un momento leyó en voz alta, de atrás para adelante, un poema que en la primera lectura, en el orden correcto, había sido incomprensible, y el poema se hizo nítido. Después leyó otro, contó una historia, dijo que le había leído ese poema a su hija, volvió a leerlo en el contexto de la historia y el poema se transformó en un poema para un niño. Hizo su malabar durante dos horas, moviendo los artefactos invisibles que pueblan el aire, esparciendo una vibración mezclada: ballenas, higos, aluminio, un auto rojo, el campo, un dios terrible, un plato de leche. En un momento dijo “el pensamiento es el dolor”, pero su pensamiento producía calma. Insistía en que era necesario abandonar la pretensión de entender significados. Se llama Fabián Casas. Cuando se fue, mis amagues de comprenderlo todo se habían desactivado. Recorrí el departamento subiendo el poder de las estufas. Lo que quería, a las diez de la noche, era entregarle un poco de calor a los ambientes. Nada más.
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