Leerán nuestros whatsapps
Al rescatar unas cartas que había guardado el tiempo en un cajón, cuando me pregunté qué será de lo nuestro, si es que al final de los días nos queda algo que no sepan los demás
Un verano apareció una caja en casa, en el fondo de un mueble viejo, y resultó que la caja, pequeña y raída, guardaba las cartas que se enviaron hace mucho dos personas que no nos sonaban a ninguno de los que estábamos. Pensamos en dejarlas y a otra cosa, aunque nos pudo la curiosidad histórica: por ver si decían algo. Pensamos también en lo extraño de que no nos sonaran los remitentes, porque el mueble estaba en nuestra casa, no en otra, pero el lugar de veraneo familiar se llena con trastos que no se sabe bien de dónde vienen ni quién los trae: dices que hay que amueblarlo y la gente agolpa mesitas y cubiertos y camas y sábanas sin pareja ni bajera sobre las que te ves durmiendo las noches de agosto.
Abrimos aquellas cartas, de casi cien años, y empezamos a leer qué se contaban en la época. Allí estaba el retrato de un tiempo en los detalles más banales: desde la escritura a los motes, con sus aspiraciones y sus frustraciones; y fue en ese instante, al rescatar las cartas que había guardado el tiempo en un cajón, cuando me pregunté qué será de lo nuestro, si es que al final de los días nos queda algo que no sepan los demás. ¿Qué pasará cuando nuestra intimidad prescriba?
Nos inquietan el tráfico y el uso que hacen otros de nuestros datos porque desvelan cualquier secreto, porque el móvil ya es capaz de anticipar lo que íbamos a buscar en él. Pero no hablo de eso: hablo de una intimidad más próxima. De lo que pasaría, por ejemplo, si pierdo el móvil o si me ocurre algo y otros lo conservan o si lo doy en herencia para que las generaciones que vienen sepan de nuestra historia, y permito entonces que lean mis mensajes lo mismo que a mí me dejaron leer la correspondencia de mis abuelos. Al cabo, esto de ahora, que nos parece tan reciente y tan nuevo, en verdad serán recuerdos y mensajes caducados, que apenas importarán en cuanto pase el tiempo. Es lo que sucederá: leerán nuestros mensajes, y lo sabrán todo.
Quizá nunca antes se vio tanto que no somos del todo como creemos ser ni como decimos ser. Somos lo más parecido a lo que escribimos en el móvil y que luego no nos atrevemos a decir en alto; somos las bromas o las burlas, lo que nos excita y desagrada. Somos eso que, si no borramos, igual un día verán nuestros nietos. Eso somos: lo que nos dé pudor, miedo o vergüenza. Lo que nos haga reír. Lo que se ve, y lo que ocultamos. Lo bonito que deseemos y lo que critiquemos, sin las hipocresías por quedar bien o caer simpático. El meme y el sticker. La navegación en público y en privado. Lo que no puede verse ni revelarse hasta que, quién sabe, guardemos el móvil en el fondo de un cajón y unos desconocidos lo encuentren una tarde de verano para reconstruir las cosas que se decían sus abuelos. Eso somos, en fin: lo que escribimos en el teléfono. Lo que leerán de nosotros. Quizá para saber de nosotros más que nosotros mismos.
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