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La relación malsana entre los españoles y el móvil: por qué el ‘smartphone’ va a arruinar sus vacaciones

La desconexión es el objetivo principal de unas vacaciones, pero resulta imposible con un aparato en nuestro bolsillo que no deja de reclamar nuestra atención y los terroríficos datos sobre nuestra incapacidad para descansar del trabajo

Una mujer consulta su móvil mientras toma el sol en una playa de Mallorca en 2022.
Una mujer consulta su móvil mientras toma el sol en una playa de Mallorca en 2022.picture alliance (dpa/picture alliance via Getty I)
Miquel Echarri

Antonio M., economista de 41 años, tiene buenas razones para pensar que el derecho a la desconexión digital es una quimera. Hace ahora 11 meses, Antonio disfrutaba de un “corto” retiro espiritual en el monasterio trapense de San Isidro de Dueñas (Palencia), sus primeras vacaciones en año y medio. Se alojaba en la hospedería de La Trapa y madrugaba para asistir a las vigilias y las laudes matutinas. El resto del día lo dedicaba a pasear por las vegas del Carrión y del Pisuerga, “con el teléfono móvil desconectado y a buen recaudo” en la guantera de su 4x4.

“Acabábamos de completar un proceso de absorción empresarial en la compañía biosanitaria en que trabajo”, nos cuenta, “y mi jefe me había ordenado, en tono afable, que esta vez sí desconectase de verdad”. El tercer día, este profesional abnegado y que se declara en estado de estrés “casi perpetuo” cometió el error de poner en marcha su ordenador portátil mientras almorzaba en una cafetería de Dueñas: “Quise comprobar que todo estaba en orden, para quedarme tranquilo y seguir disfrutando de mi retiro. Pero el caso es que tenía más de cien mensajes en mi cuenta de empresa, muchos de ellos con la palabra “URGENTE”, así, en mayúsculas, escrita en el asunto”.

En cuanto encendió el móvil, pudo comprobar que el mismo jefe de equipo que lo había instado a tomarse unas “verdaderas” vacaciones llevaba 36 horas intentando localizarle “por tierra, mar y aire, incluso a través de contactos comunes a los que solo conocía vagamente, para que volviese a Madrid lo antes posible”. Se había producido “un incendio”, en realidad, una simple discrepancia contable derivada del proceso de absorción. Pero a su superior aquello se le antojaba un desastre de dimensiones bíblicas, una plaga de langosta que solo podía conjurar el miembro del equipo que acababa de tomarse unos días libres. Y no iba a resolverlo, por supuesto, desde la humilde hospedería de un monasterio trapense en la vega del Carrión.

Antonio volvió a Madrid, decidido a exigir un aumento de sueldo y que se añadiese a su contrato (“de directivo, pero sin una remuneración a la altura de esa palabra”) una cláusula de desconexión digital explícita. Por supuesto, no lo hizo. “No es así como funciona el mundo corporativo, al menos no en España”, concluye resignado. Antonio se pregunta ahora qué hubiese ocurrido si su móvil y su portátil se hubiesen quedado un par de días más a buen recaudo en la guantera. Probablemente nada. Algún otro compañero hubiese resuelto la incidencia.

Con el móvil en la mano en Playa del Carmen

Mariana F., informática de 33 años, reconoce que no necesita injerencias externas, que ella misma se basta y se sobra para sabotear sus intentos de desconexión digital. Mariana acaba de volver de unas vacaciones familiares en Playa del Carmen, en el Caribe mexicano. Se ha bañado en Punta Esmeralda, ha paseado por el Parque de los Fundadores, ha visitado cavernas de agua y las ruinas mayas de Chichén Itzá, pero en casi ningún momento ha dejado de contestar correos y mensajes de WhatsApp o de asomarse una y otra vez a las redes sociales. Se ha mantenido “hiperconectada” tanto a la sombra de las palmeras como junto a los arrecifes de coral.

Una pareja se tomaba un selfi con su teléfono móvil en Sri Lanka en 2016.
Una pareja se tomaba un selfi con su teléfono móvil en Sri Lanka en 2016.LAKRUWAN WANNIARACHCHI (AFP via Getty Images)

Incluso decidió participar en una polémica laboral “sin la menor importancia” a altas horas de la madrugada, desde la habitación de su hotel, a 8.400 kilómetros de Barcelona, la ciudad en que trabaja: “En aquel cruce de mensajes, bastante improductivo y delirante, nos involucramos 10 o 12 compañeros, de los que al menos 3 estábamos de vacaciones. Pero supongo que somos unos enfermos y no podemos evitarlo”, concede Mariana con humor. Hoy se refiere a sus vacaciones como “un experimento sociológico frustrado”: no ha sido capaz de resistirse a “la dictadura de las pantallas”.

Francisco Mejía, psicólogo cordobés residente en Madrid, experto en adicciones tecnológicas, confirma que, a juzgar por su experiencia, el caso de Mariana es bastante más frecuente que el de Antonio: “En España existe una Ley de Garantía de los Derechos Digitales, en vigor desde 2018, que regula la obligación de respetar los periodos de descanso, vacaciones y permisos de los trabajadores, y prevé multas por infracciones graves de hasta 7.500 euros. Así que Antonio podría haber ignorado las intempestivas peticiones de auxilio de su jefe e incluso denunciar esta flagrante violación de su derecho al descanso en caso de que se le insistiese en que renunciase a sus vacaciones. Aunque es evidente que decidió no hacerlo, puede que por un sentido de la responsabilidad no del todo bien entendido”. En el caso de Mariana, en cambio, “estamos hablando de un cuadro de conducta que podría considerarse adictivo, sobre todo si me dices que ella es consciente de que esa hiperconectividad continua le resulta insatisfactoria y poco saludable, pero, aun así, no es capaz de renunciar a ella”.

En palabras de otra psicóloga, Isabel Aranda, especializada en trabajo, en los últimos tiempos “se está detectando en consultas psicológicas un número creciente de personas que desarrollan cuadros depresivos y de ansiedad por cuestiones relacionadas con la no desconexión”. Aranda añade que, en muchos casos, esta situación no se debe tanto a la actitud de la empresa como “a la incapacidad del trabajador para gestionar el flujo constante y continuado de información que reciben”. Las empresas deben, por supuesto, facilitar la desconexión, pero es el trabajador el que debe asumirla.

Un tirano en el bolsillo

Para Mejía, parte del problema consiste en que “hemos desarrollado una dependencia compulsiva de un aparato, el teléfono móvil, que ha acabado convirtiéndose en una extensión de nuestros cerebros. En él lo hemos centralizado casi todo, desde nuestra conexión directa y permanente con el trabajo a nuestras opciones de entretenimiento e interacción social, por no hablar de múltiples acciones cotidianas como buscar una dirección, pagar una compra, consultar el menú QR de un restaurante…”.

Más que del entorno laboral en sí, de lo que no conseguimos desconectar es “del pequeño tirano que llevamos en el bolsillo de las bermudas o, cada vez más, a todas horas en la palma de la mano”. Mejía considera que la solución pasa, necesariamente, “por imponernos un protocolo personal de desconexión forzosa”. Es decir, una serie de pautas personales que regulen, por ejemplo, el número máximo de veces que podemos consultar el móvil en una hora (“no deberían ser más de cuatro, una cada 15 minutos”, apunta Mejía), las franjas horarias es que sería preferible que no lo hiciésemos en absoluto o las circunstancias concretas en que deberíamos “apagarlo o, mejor aún, dejarlo en casa, guardado en un cajón”.

¿Quién se somete a ese tipo de autodisciplina hoy en día? El psicólogo reconoce que “muy pocas personas, por no decir prácticamente nadie”. Pero, precisamente por ello, propone el paréntesis estival como el momento idóneo para empezar a cortar el nudo gordiano de los malos hábitos adquiridos.

Él mismo, durante unas vacaciones veraniegas en la comarca abulense de Valle del Tormes que supusieron “un punto de inflexión en su vida”, realizó un autodiagnóstico de sus hábitos digitales y se impuso una regla que acabaría cumpliendo a rajatabla: “Consultaba el móvil solo en días alternos. Es decir, el lunes sí, pero el martes no. La primera jornada de desconexión completa sufrí algo que casi podría describirse como un síndrome de abstinencia en miniatura: pensé que múltiples desastres se estarían produciendo en todas partes, y yo sin enterarme. Por supuesto, al conectarme de nuevo constataba que nada muy reseñable había ocurrido en mi ausencia. A partir del sexto día, cambié de estrategia y decidí permitirme un máximo de hora y media de conexión diaria repartida en dos franjas de tres cuartos de hora, una por la mañana y otra por la tarde. El resto del día, sin móvil. El mundo no se hundió y a mí no me supuso ningún trauma”.

Una pantalla para dominarlos a todos

Las cifras son elocuentes: según un estudio de Smartme Analytics, los españoles dedicamos una media de 3 horas y 40 minutos diarios a usar nuestros móviles. Del análisis de más de 310 millones de huellas digitales registradas en el último año se deduce que los más proclives a encerrarse en la pantalla de sus smartphones son los pertenecientes a la Generación Z (de 18 a 24 años), que alcanzan las 4 horas y 15 minutos. Sin embargo, el uso entre los mayores de 25 años creció en 2022 un llamativo 10,5%, un dato que sugiere que la brecha digital entre generaciones está empezando a cerrarse. La mensajería instantánea y el correo electrónico, es decir, las aplicaciones que garantizan un alto grado de hiperconectividad, tanto laboral como personal y de ocio, tienen una penetración superior al 96%. Si hablamos de conectividad estrictamente laboral, un 59% de los españoles, según datos de Adecco, siguen conectados al trabajo (es decir, atienden llamadas o consultan el correo) tras el final de su jornada.

Francisco Javier Arrieta, profesor titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Deusto, considera que, en materia de desconexión digital, “queda muchísimo por hacer por parte de todas las personas y entidades implicadas”. Cinco años después de que se aprobase la citada Ley orgánica de Garantía de los Derechos Digitales, “la falta de desarrollo y concreción por parte de muchos convenios colectivos, sobre todo sectoriales, dificulta su apreciación práctica”.

Los convenios que recogen ese derecho tienden a hacerlo “en los mismos o muy parecidos términos que la ley o incluso remitiéndose a un futuro desarrollo en la empresa”, con lo que se convierte en “algo puramente programático”, una declaración de intenciones. Eso dificulta la plena aplicación de una ley conforme a la cual “cada empresario, tras recibir a los representantes de los trabajadores, debe elaborar su propia política interna, así como formar y sensibilizar a los trabajadores en el uso razonable de las herramientas tecnológicas para evitar la fatiga informática”.

El académico cita un informe de Infojobs-ESADE, correspondiente a 2022, que aporta datos incluso peores que los ya citados de Adecco: “El 75% de los trabajadores españoles responden llamadas o correos electrónicos fuera del horario laboral”. El mismo informe señala que “el 64% de los trabajadores no desconecta digitalmente en sus días de descanso y una de cada cuatro personas declara que se conecta siempre que sea necesario durante sus vacaciones”.

No vuelva a conectarse hasta mañana

Aunque la ley garantiza el amparo activo a aquellos a lo que se niegue el derecho al descanso y prevé sanciones cuantiosas a los infractores, Arrieta añade que “la mayoría de las empresas cuentan con plantillas muy reducidas y muchas de ellas carecen de representación legal de los trabajadores”, lo que dificulta, en la mayoría de los casos, que los afectados puedan actuar contra esta vulneración de sus derechos. Con los nuevos hábitos organizativos que ha traído la pandemia (en especial, la generalización del teletrabajo), han aumentado, en opinión de Arrieta, “los riesgos psicosociales a prevenir”. Por supuesto, también los profesionales que trabajan a distancia tienen derecho a desconectar. Pero “el alejamiento del entorno físico de la empresa y, por tanto, la ruptura de la relación espacio-temporal entre trabajo y descanso, hace que aumente el riesgo de tecnoestrés”, una categoría en la que el profesor engloba trastornos como “tecnoansiedad, tecnofobia, tecnofatiga o tecnoadicción”. Es decir, un completo catálogo de afecciones tecnológicas con el que cada vez más trabajadores están familiarizados.

Para Arrieta, la solución pasaría, en primer lugar, porque los empresarios concreten sus propias políticas internas de desconexión digital, incluyendo una regulación adecuada de “situaciones de guardia, disponibilidad, retén o puestos similares”, y realicen un efectivo “registro de jornada”, ya sea esta presencial o a distancia. Llegado ese punto, el trabajador dispondría de unas reglas de juego claras que le permitirían “exigir a la empresa que cumpla sus obligaciones o, en caso de que persista en su conducta, denunciarlo ante la Inspección de Trabajo y Seguridad Social”.

Eso es algo que Antonio M. ni siquiera se plantea. Denunciar a sus superiores sería, en su opinión, una medida “drástica” que tampoco resolvería nada. El sufrido economista recuerda que antes de su desconexión frustrada en el monasterio trapense le había ocurrido algo similar mientras recorría a pie la última etapa del camino de Santiago: “Por entonces trabajaba en otra empresa. Mis compañeros de departamento me pidieron muy amablemente que me reincorporase al trabajo unos días antes, para resolver un par de asuntos, y lo hice, aunque podía haberme negado. Supongo que de quien debo aprender a desconectar es, en primer lugar, de mí mismo y de mi relación malsana con el trabajo”.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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