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tribuna
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Lo que el Rey no ha pedido

El jefe del Estado se comporta en la investidura obedeciendo actos debidos y sin poder alguno de reserva que le permita priorizar un candidato, mediar o buscar alternativas. No existe monarquía parlamentaria que haga tal cosa

Felipe VI
Nicolás Aznárez
Ignacio Molina

El resultado de las elecciones de 1950 en el Reino Unido, que había ganado el laborista Clement Attlee por estrecho margen, suscitó la duda de si Jorge VI debía mantenerle como primer ministro o convocar de nuevo a las urnas. En un país habituado a mayorías claras y carente de Constitución codificada no existía norma o costumbre que guiase la conducta del monarca. La solución que se le ocurrió a su secretario, sir Alan Lascelles, fue publicar bajo nombre falso una breve carta en The Times, donde exponía tres razones poderosas para evitar la repetición electoral. Así que Lascelles —que controlaba el funcionamiento de Buckingham, como bien refleja el personaje que le encarna en las primeras temporadas de la serie The Crown asumió sin más el criterio del texto que él mismo había enviado al entonces periódico de referencia en Londres. De ese modo tan informal se había generado una convención constitucional a aplicar cuando se planteara disolver el Parlamento anticipadamente.

En el derecho español, tan positivizado y solemne, muchos se escandalizarían de que la gobernabilidad del país y la previsibilidad del soberano pudieran basarse en una mera carta al director sin firmar. Sin embargo, cada vez que hay elecciones generales poco concluyentes (es decir; siempre desde hace diez años y ya van cinco seguidas) volvemos al debate recurrente sobre cómo interpretar el prolijo artículo 99 que regula la investidura del presidente del Gobierno. Quienes han estudiado ese precepto coinciden en su imperfección técnica, pero luego discrepan sobre su contenido y hay tesis variadas sobre el margen de discrecionalidad que tendría el jefe del Estado —cuya obligación es proponer un candidato al Congreso— para jugar con los calendarios, tratar de aproximar a las fuerzas políticas, o incluso ser proactivo en quién debe ser designado. El escenario que ha dejado el 23-J plantea sobre todo el dilema de si Felipe VI ha de optar por el dirigente con más escaños o, en cambio, por el que parece contar con más posibilidades de ser al final investido. Un panorama confuso que podría enrarecer todavía más nuestro clima político y erosionar la legitimidad de la monarquía.

En esas circunstancias, resultando imposible que el jefe de la Casa del Rey escriba con seudónimo en EL PAÍS o ABC la pauta a seguir, sí se puede discernir una suerte de convención constitucional que ya existe. Un análisis sistemático de los usos, en general muy sensatos, que se han venido practicando desde 1978 permite saber qué ocurrirá en las próximas semanas. Para decepción de arbitristas y leguleyos, lo que cabe esperar es bastante sobrio, sin que ningún responsable político ni menos aún la Corona puedan instrumentalizar el procedimiento.

Una vez constituidas las Cortes, el Rey iniciará de inmediato consultas con todas las fuerzas políticas que tienen representación, siguiendo un orden inverso de tamaño. Al finalizar las audiencias designará candidato a quien tenga en ese momento amarrada la elección, aunque no sea el dirigente del principal grupo, pues es así como funcionan las democracias parlamentarias. No obstante, en caso de que nadie cuente con apoyos suficientes de partida, no tendrá otra opción que proponer a quien tenga mayor número de escaños, sin entrar a valorar —pues no le corresponde ponderar percepciones que solo pueden generarle problemas— si otro podría quizá arañar algunos votos adicionales. Sin garantía de investidura lo que prima es activar enseguida el reloj con el primer partido (como ocurrió en 1996, 2016 y 2019, pese a que las posibilidades de éxito eran inciertas) pues la herramienta de desbloqueo en última instancia es la repetición de elecciones y estas solo pueden convocarse dos meses después de haber fracasado la primera candidatura. Tan fundamental resulta evitar la interinidad política indefinida que, en caso de que el líder del partido con más diputados decline la oferta, se repite el ciclo para proponer al segundo (así fue en 2016) y, en su caso, se acudiría al tercero o siguientes.

Realizada la propuesta e iniciado el cómputo temporal para la disolución parlamentaria, el Rey ya ha cumplido su obligación constitucional y no debe intervenir en negociación alguna, que solo compete a los políticos. Si a lo largo de esos dos meses fuera notorio que otro aspirante (o incluso el previamente rechazado) pudiera ser investido y este muestra su disposición a intentarlo, el proceso se reactivaría con otra ronda para que el Rey le designe candidato. Si, en cambio, no se lograse ningún acuerdo, cuando esté a punto de cumplirse el plazo se realizaría una consulta final para constatar que solo cabe volver a llamar a los españoles a votar.

Todo se hace con el refrendo de la presidencia del Congreso pero, justo por estar tan claros los pasos a dar, no es necesario que esta impulse el proceso y le basta vigilar que no haya desviaciones. Por eso el Rey se reúne a solas con los dirigentes de los partidos y por eso es el Palacio de la Zarzuela y no el de las Cortes el que emite los comunicados sobre los avances. La presidencia de la Cámara sí puede jugar luego con los tiempos y atrasar el pleno de investidura para ayudar al candidato a cerrar apoyos, pero eso ya queda fuera de la parte dignificada que es la que implica al monarca y que se realiza a un ritmo casi tan ceremonial y tasado como el del Día Nacional. En ese sentido, el boicoteo a la ronda de audiencias reales que algún grupo pequeño gusta practicar no tiene mucha mayor importancia que las ausencias de ciertos presidentes autonómicos al celebrar el 12 de octubre.

En definitiva, el Rey se comporta en la investidura obedeciendo actos debidos y sin poder alguno de reserva que le permita priorizar un candidato, mediar o buscar alternativas. No existe monarquía parlamentaria que haga tal cosa. Algunas han apartado por completo de la investidura a sus respectivos soberanos y allí donde mantienen cierto papel, como en el ejemplo británico al principio mencionado, resulta prioritario dejar claro que está reglado, es apartidista y solo persigue contribuir al correcto funcionamiento institucional. Habrá quien sostenga que un presidente de República, que sí podría ser más ejecutivo en la elección de primer ministro cuando el Parlamento no es capaz de hacerlo, resulta aquí más funcional. Pero, vistos con perspectiva, los precedentes en Italia, Grecia o Portugal traslucen más inconvenientes que ventajas.

El posible valor añadido de la monarquía en esta cuestión concreta residiría entonces en la imposibilidad de que el jefe del Estado pueda separarse de un proceso pautado y predecible. En la seguridad de que no habrá sorpresas. Solo una vez en el último medio siglo, rigiendo todavía la endiablada regulación franquista para designar presidente, el Rey de España fue activista con una causa justificada y pidió al presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, que lograse sacar adelante la candidatura de Adolfo Suárez. Desde que hay Constitución, no ha pedido nada. Sencillamente, no puede hacerlo sin exceder los límites políticos y morales en el ejercicio de su poder simbólico. Y por eso tampoco pueden los partidos pedirle ni esperar que asuma una responsabilidad y un riesgo que solo a ellos corresponde.

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