Las naciones no mueren, se suicidan
Esta semana Israel se ha situado abiertamente en el campo de las democracias iliberales, como Turquía o Hungría
A Benjamin Netanyahu solo le quedaba un cartucho, después de 16 años como primer ministro. Martin Yndik, exembajador de Estados Unidos en Israel y enviado especial de Washington en las negociaciones de paz con los palestinos, ha señalado en declaraciones al diario Haaretz que el veterano político derechista israelí “ha sido una víctima de las circunstancias”, obligado tras las últimas elecciones de noviembre pasado a coaligarse con dos grupos de extrema derecha, uno de fundamentalistas judíos y otro de colonos supremacistas, para poder formar un Gobierno que ha resultado el más ultra e intransigente de la entera historia israelí.
Bibi no quería tan solo recuperar el poder, sino sobre todo blindarse ante el asedio judicial por tres casos de corrupción. Al primer ministro y a sus socios extremistas les une un mismo propósito: sacarse de encima la división de poderes y más en concreto el delicado escrutinio de las leyes por parte de la Corte Suprema. Israel no tiene constitución escrita, de modo que el único criterio a disposición de los jueces es la racionalidad o sensatez de las leyes aprobadas por la mayoría simple de la Knesset, ahora en manos de la coalición ultranacionalista y religiosa.
Pero Netanyahu es propenso a la insensatez y de ahí que no haya tenido escrúpulo alguno para liquidar el control de constitucionalidad hasta dejar a la única democracia liberal de Oriente Próximo a la intemperie. Tras desposeer a la Corte Suprema de sus poderes, los fundamentalistas podrán equiparar el estudio de la Torah al servicio militar y eximir a los estudiantes de las escuelas talmúdicas de la obligación que afecta a los otros jóvenes israelíes y que con frecuencia les lleva a poner en riesgo su vida para garantizar la seguridad de su país. No podía faltar en su agenda la legalización de la anexión de las colonias y los territorios ocupados de Cisjordania, hasta dejar a los palestinos sin territorio donde se pueda organizar algún día el Estado al que tienen derecho. O permitir que un criminal ya condenado forme parte del Consejo de Ministros. Y, por supuesto, nombrar a jueces y fiscales a su gusto, de forma que se paralicen los procesos penales que le afectan.
Sin control de constitucionalidad, nada impedirá que los derechos de los palestinos sean vulnerados todavía con mayor intensidad que ahora por una coalición supremacista que no está dispuesta a negociar la paz, ni siquiera la desea, y no reconoce tampoco —muy al estilo de Putin con Ucrania—, que la nación palestina exista y esté asistida por el mismo derecho a la autodeterminación ejercido por el pueblo judío. Está a la vuelta de la esquina el modelo de la Sudáfrica del apartheid, en la que había dos clases de ciudadanos, los boers blancos con plenos derechos y el resto, sin derechos políticos ni civiles.
El Parlamento, elegido por el sistema proporcional, se convierte así en el único y absoluto soberano, al borde de la dictadura avalada por las urnas. Lo que apruebe el actual, donde hay 64 diputados extremistas, tres más que la mayoría simple, lo puede revocar otro Parlamento de signo contrario, pero puede ser irreversible el daño que se produzca mientras no se rompa la mayoría o se convoquen nuevas elecciones. Hay que escuchar la voz de Shlomo Ben Ami, eminente historiador y exministro de Exteriores israelí, en su libro Profetas sin honor. La lucha por la paz en Palestina y el fin de la solución de los dos Estados (RBA): “A las naciones casi nunca se las asesina: se suicidan. Y la ocupación va camino de desembocar en la autodestrucción de Israel”. Este camino está ya abierto. De momento, esta semana Israel se ha situado abiertamente en el campo de las democracias iliberales, como Turquía o Hungría.
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