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Columna
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Armas malditas, malditas guerras

Solo la guerra en defensa propia puede ser justa, pero es casi imposible librar la guerra con medios que sean justos

Una pareja camina delante de una vivienda bombardeada en Kupiansk.
Una pareja camina delante de una vivienda bombardeada en Kupiansk.Luis De Vega Hernández
Lluís Bassets

Joe Biden ha autorizado la entrega de bombas de fragmentación o de racimo demandadas por Ucrania, una decisión que contraviene la prohibición de su uso, fabricación, almacenamiento y transferencia firmada por 120 países en 2008 y que entró en vigor en 2010. EE UU, Ucrania y Rusia no se han adherido a la convención y han seguido utilizándolas, especialmente estos dos últimos países, en los combates en los que están enzarzados desde la invasión del primero por el segundo.

Este tipo de bomba dispersa los explosivos, buena parte de los cuales quedan sin detonar y luego actúan como minas terrestres, especialmente peligrosas para los civiles, pero también para los ejércitos que las utilizan. Los firmantes del convenio, entre los que se encuentran 22 socios de la UE y 21 de la OTAN, se han comprometido también a la destrucción de sus arsenales, que en el caso de España se produjo hace ya más de diez años, cuando Carme Chacón era ministra de Defensa.

Para Rusia no es un problema, acostumbrada como está a cruzar los umbrales de la legalidad y de los códigos de decencia, en esta y en todas las guerras. Ha vulnerado la Carta de Naciones Unidas; transgredido el Acta Final de Helsinki, de donde salió la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa; incumplido los tratados y memorandos que había firmado, con Ucrania y con los países de la UE y de la OTAN; bombardeado a la población civil; detenido, torturado y ejecutado a ciudadanos indefensos y secuestrado a millares de niños; destruido infraestructuras vitales para la vida en Ucrania, escuelas y hospitales, museos y teatros, el mayor embalse fluvial del país, y prepara ahora la destrucción de la central nuclear de Zaporiyia. También ha blandido la amenaza nuclear para disuadir y alejar a los aliados de Kiev.

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No hay guerras justas, si no es en defensa propia, cuando se combate por la supervivencia, como es el caso de los ucranios. Así lo reconoce la Carta de Naciones Unidas, de la que Rusia es fundador, firmante y garante como miembro permanente del Consejo de Seguridad. Además de injustas porque lo son los motivos de quienes las desencadenan, también son injustas por la forma de librarlas: incluso quien se defiende justamente es virtualmente imposible que no utilice métodos injustos. Tal es el caso de las bombas de racimo, utilizadas profusamente por Moscú y solicitadas ahora por Kiev ante el agotamiento de su munición. Todas las partes, incluso la que tiene la razón moral, suelen cometer crímenes de guerra, aunque normalmente en distinto grado, según si es el agresor o el agredido.

Una vez desatada la escalada de muerte, nada para la guerra si no es el agotamiento del combustible humano que alimenta el maldito caldero. Urge la paz. Una paz justa, que castigue a los culpables y devuelva el control del territorio, las fronteras y la plena soberanía a Ucrania. Cuanto más larga la guerra, mayor el horror.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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