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Tribuna
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Asimetrías en la comunicación política

Ni el populismo ni la polarización son fenómenos selectivos que quepa adscribir solo a un partido o tendencia ideológica, sino que están presentes en todo el espectro, por eso para buscar las diferencias es preciso ir más allá de la retórica

Tribuna beatriz gallardo 07/07/23
Enrique Flores

Es probable que cualquier ciudadano mínimamente informado sobre el estado del debate político esté familiarizado con nociones como populismo y polarización. También es probable que ese mismo ciudadano considere que los permeables a esos dos fenómenos son, básicamente, los otros, esa masa cívica en la que tendemos a pensar en tercera persona y que a veces condensamos en expresiones como los demás o la gente. Hay que ver cómo es la gente, la gente está fatal. Solemos olvidar que, como cantaba Alberto Cortez, nosotros somos los demás de los demás.

Pero ni el populismo ni la polarización son fenómenos selectivos que quepa adscribir solo a un partido o tendencia ideológica; mucho menos esa autocentración individualista que, estimulada al calor del relativismo posmoderno y la pedagogía neoliberal, nos lleva a la sensación de que nosotros, a diferencia de la gente, sí entendemos lo que se cuece en la esfera política. Aunque con importantísimas diferencias de grado, los tres elementos están presentes en todo el espectro ideológico; responden a tendencias globales y globalizadas.

Por ello, cuando buscamos diferencias en los discursos de líderes, partidos y medios, es necesario ir más allá de la ideología y la retórica. En el primer caso —aunque, según señalaba Norberto Bobbio, “el árbol de las ideologías está siempre reverdeciendo”—, asumimos que la batalla electoral se sigue jugando en el terreno que enfrenta discursos progresistas y conservadores, incluso cuando sus protagonistas proclaman no ser de izquierdas ni de derechas. Y en términos estrictamente retóricos, es posible describir el populismo de ambos polos ideológicos con unas estrategias para las que existe contraparte: frente al personalismo, propuestas políticas; frente a la emocionalidad moralista, racionalidad; frente al relato anecdótico, argumentaciones y datos. En estos dos niveles es posible responder, tal vez haciéndose eco de Mario Benedetti cuando afirma que “si a uno le dan palos de ciego, la única respuesta eficaz es dar palos de vidente”.

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Sin embargo, la comunicación política actual incluye otros elementos que rompen esa aparente simetría entre los discursos populistas polarizados y los que no lo son. Son factores extradiscursivos, cuya neutralización supone un verdadero reto para las reglas del juego democrático porque crean contextos muy sesgados, en los que resulta extraordinariamente difícil captar la atención de quienes están ya alineados con un discurso. De ahí el éxito de memes, eslóganes e infografías, pues apenas existen rendijas atencionales.

El primer rasgo esencial que define estas asimetrías se refiere, como sabemos, a la tranquilidad con la que algunas posiciones abrazan la retórica hiperbólica y, con ella, la irrelevancia de la verdad. Los discursos que hemos dado en llamar “trumpistas” se sustentan en un desprecio absoluto ante la realidad de los hechos, optando por estilos desplazados que solo buscan la estimulación pasional, preferentemente en clave negativa y personalista, visceral. La repetición de bulos en lenguaje telegráfico se abre camino con la facilidad de un estribillo publicitario.

Una versión especial de este recurso a la falsedad la constituyen las estrategias de deslegitimación de los ganadores en elecciones; este fenómeno, es bien sabido, ha alentado actos masivos de impugnación violenta, como los vistos en las derrotas de Trump o Bolsonaro. La aceptación de las normas de convivencia democrática se subordina a argumentaciones falaces, en las que juegan un papel decisivo la agitación y la manipulación emocional. El cinismo es inherente a estos procesos, pues el respeto a las leyes se propugna, precisamente, desde su incumplimiento.

Un tercer fenómeno comunicativo pero no específicamente discursivo lo vemos en la apropiación excluyente de los elementos simbólicos identitarios, como la bandera, los himnos o ciertos hechos históricos y culturales. Estas apropiaciones son muy difíciles de desarticular; ello exigiría la existencia de una pulsión democrática de base que solo se consigue mediante una educación cívica que permita integrar al diferente en un sentido de pertenencia. La famosa imagen de Merkel retirando una bandera alemana en un acto partidista resulta, simplemente, ininteligible para estas posiciones.

Junto a estas tres acciones comunicativas, relacionadas con el modo en que ciertos actores políticos gestionan su propio discurso, existen otras asimetrías de naturaleza contextual, entre las que destaca la desigual presencia de los discursos en los medios de comunicación, especialmente de los mensajes más extremistas y radicalizados. Las soflamas desinformativas de ciertos líderes se propagan a la velocidad de la luz en un ecosistema de medios gestionado por un colectivo muy concreto de personas y empresas, que no solo los difunde —gratis— sin contrastar ni cuestionar, sino que los amplifica en el contexto espectacularizante de magacines, tertulias y redes, con una difusión más propagandística que periodística. El paralelismo político, concepto acuñado por Daniel Hallin y Paolo Mancini para referirse al alineamiento de los medios con partidos políticos, nos muestra una enorme hipertrofia en uno de sus lados.

A la disponibilidad de medios de comunicación afines ideológicamente, se suman otros fenómenos condicionados tecnológicamente, como los circuitos blindados de comunicación en canales de mensajería, nutridos con falsos medios digitales que se crean ad hoc. Suele atribuirse a las redes sociales el peso de las burbujas cognitivas que, en teoría, solo exponen a las personas a las ideas que ya tienen; pero este fenómeno se extrema en canales como WhatsApp o Telegram. En esas cámaras de eco digitales es cada vez más difícil que el mensaje llegue a todo el mundo, porque el sesgo de distribución es definitorio.

Por último, hay posiciones que rentabilizan hasta el absurdo un tipo de acciones comunicativas muy concretas que alcanzan un valor institucional: las demandas judiciales (lawfare) que criminalizan al oponente. Esta estrategia, el “calumniare fortiter” recogido por Francis Bacon, es tan vieja como el ser humano; pero al otorgarle una dimensión judicial y, con ella, la dimensión mediática que llamamos “pena de telediario”, se alimenta un discurso específicamente populista de consecuencias incalculables. Algunos partidos basan su eco mediático en estas demandas, muchas veces realizadas indirectamente, desde entidades y personas afines. En la misma línea podemos encontrar otras actitudes y acciones de juego sucio, como las denuncias masivas en redes para provocar el cierre de cuentas o el uso de bots. La campaña del 28-M ha ofrecido ejemplos elocuentes de ambos fenómenos, casi siempre con el mismo sello ideológico.

Todas estas estrategias comunicativas (falsedades, deslegitimación, exclusiones simbólicas, medios afines, medios falsos, burbujas blindadas digitales, judicialización) se retroalimentan entre sí y responden a aquella idea enormemente despectiva del creador de Fox News, Roger Ailes, según la cual la gente no quiere estar informada, sino “sentirse” informada. Y aunque encierran un desprecio por los ciudadanos, lo cierto es que estos recursos logran impacto en muchas personas que creen sinceramente estar bien informadas y que, obviamente, no pueden aceptar de buena gana la idea de que no es así: lo han visto, lo han leído. La solución, antes de despreciarlas doblemente como “esa gente que vota mal”, exige plantearse el modo de romper estas asimetrías contextuales que caracterizan el populismo polarizado para que todos los discursos políticos se desplieguen en las mismas condiciones, recordando que el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos reconoce el derecho a la información como un derecho básico.

Desactivar estas asimetrías es, probablemente, el desafío discursivo más importante y más difícil de abordar al que se enfrenta hoy no solo la comunicación política, sino cualquier acción política que se pretenda democrática.


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