Tu casa no es solo un montón de piedras
Si antaño había una España que moría y otra que bostezaba, hoy una está en venta y la otra no puede pagar el alquiler
En Santa Cruz de Mudela siguen siendo 4.000, y eso que van a muerto por día. Se lo dijo el sobrino de Nacho, mi padrastro, a mi hermano. Pero Nacho me cuenta que hay un montón de casas, cada vez más, con el cartel de “Se vende” colgado.
El comentario se lo he oído también a mi tía Ana Rosa refiriéndose a Campo de Criptana y Pilar, mi suegra, se lamentó de eso mismo la última vez que la visitamos en Castronuño. La creciente oferta inmobiliaria en pueblos pequeños y medianos ―en los que antaño el campo o la fábrica local daban de comer, pero ya no― seguramente también sea una de las conversaciones estrella en los corretes nocturnos con sillas de propaganda.
Porque las señoras que van a la peluquería cada semana y se refrescan golpeándose el pecho con el abanico son indómitas: les importa poco que Twitter o los periódicos digan que hay que hablar de Feijóo o de si no sé qué ayuntamiento se niega a colgar la bandera del Occidente luminoso. Ellas tienen su propia agenda setting, por eso hablan de lo que les da la gana sin ambages, y eso seguramente las haga más libres y revolucionarias que nosotros, sus nietos.
El caso es que si este verano te acercas a sus coloquios bajo la luna, probablemente alguna noche las escuches comentar que si los chicos del Muchatorta han puesto la casa en venta, que si la pequeña de la Patona, la de los aceites, la que tenía un hermano cojo, también quiere vender, y qué te parece, con lo que les costó la obra hace ná.
Si antaño había una España que moría y otra que bostezaba, hoy una está en venta y la otra no puede pagar el alquiler. Si las dos Españas siguen siendo para algunos la roja y la azul y para otros la de la tortilla con y sin cebolla, también podemos hablar de la España hacinada y la España vaciada.
En esta última hay una estampa que se repite: balcones en los que un día colgaron palmas en Semana Santa y espumillón en Navidad hoy tienen puesto el cartel naranja y negro, con el correspondiente número de teléfono escrito encima. En dos inviernos se le borrarán un par de números, en tres o cuatro estará completamente descolorido. La reja que abrazan las bridas se oxidará, la fachada se descalichará y la casa se convertirá en un recordatorio para los vecinos, uno de tantos, de una vida que ya no es.
Al suelo del corral le empezará a salir moho y las golondrinas volverán cada febrero, pero nadie se alegrará de su llegada. Los hijos de quienes la construyeron no la pueden mantener porque van con el agua al cuello, y tampoco hay ninguno que quiera vivir allí, unos porque trabajan fuera, otros porque prefieren una casa con menos metros y mejor puntuación en la certificación energética.
Cuando pasen por allí, los viejos del pueblo se bajarán de la acera y comentarán, señalando con la garrota, que es que las vigas empiezan a dar problemas, que parece que alguna teja se va a caer. Harán el listado de los que allí vivieron, recordarán el día que les ayudaron a poner el suelo o a construir el baño, rememorarán que fueron los primeros en tener tele o lavadora. Negarán con la cabeza, igual alguno hasta suspira. Porque como canta La Ronda de Boltaña, una casa no es solo un montón de piedras, “es más que un techo, es un puente de sangre, entre los que vivieron y los que vivirán”. O al menos así solía ser.
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