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Anatomía de Twitter
Columna
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Cómo ser una persona ‘SWIM’

A estas alturas de la partida, nadie podría separar nuestro yo digital del analógico, pero esa intersección podría comerse nuestra vida

Portada de 'Desconexión. Un viaje personal por internet', editado por Alpha Decay.
Portada de 'Desconexión. Un viaje personal por internet', editado por Alpha Decay.Alpha Decay

Durante el último mes y medio he estado de baja por prescripción médica. Para poder aislarme del ruido digital y descansar, lo que en la jerga digital se llama “tocar hierba”, me desinstalé la aplicación de Twitter e Instagram de mi teléfono. Durante este paréntesis autoimpuesto no he vivido ajena a las polémicas que han marcado las emociones diarias de la red: todas me han llegado a través de enlaces a tuits sonrojantes o ingeniosos en WhatsApp. No soy tan privilegiada como para desinstalarme ese servicio de mensajería. De esa app solo pueden desentenderse los auténticos ricos de nuestro tiempo (tirando a egoístas): personas que delegan sus responsabilidades como hijo, amigo, padre de la AFA o vecino de la escalera a otra subalterna que da la cara por ella en esos rincones esenciales para vivir en comunidad.

Llevo el suficiente tiempo interseccionando con la esfera digital como para saber que es imposible que nuestra personalidad se moldee ajena a lo que pasa en nuestras pantallas. A estas alturas de la partida, nadie con dos dedos de frente defendería que existe un yo digital separado de nuestro yo analógico. Pero, al menos, durante este lapso, intenté dejar de ser una persona SWIM. Lo aprendí leyendo Desconexión (Alpha Decay, 2023), un ensayo donde la periodista irlandesa Roisin Kiberd, a sus 33 años, narra todo lo que le pasó cuando intentó curarse de internet porque la red se había comido su vida. O como ella misma escribe: “Tuve que perder la cabeza para escribir este libro”.

En 2016, cuando Donald Trump y otros extremistas políticos dinamitaron para siempre el tono y forma de la conversación, Kiberd tuvo una crisis mental. Llevaba años escribiendo sobre la supuesta confluencia entre la vida analógica y la digital, pero lo que pasaba en su pantalla se volvió demasiado real: “Todo lo que veía en la red era tan extremo como mis sentimientos. Vi confirmados todos mis temores; en internet, no solo nos vigilan los cuerpos del Estado. También nos vigilamos los unos a los otros. Todos tus amigos intentan darte envidia. Los hombres odian a las mujeres, y las mujeres odian a los hombres. En resumidas cuentas, todos nos odiamos los unos a los otros, quizá no en la vida real, pero sí en internet, que empezaba a parecer lo mismo”, cuenta en su prólogo.

Kiberd dice que entendió que vivía anestesiada, atrapada en un cuerpo al borde de la extenuación. Le atormentaba la idea de que en las redes sociales todos parecían personas coherentes menos ella. Sentía que su incapacidad para estar segura de sí misma, como hacía el resto en sus cronologías, era un defecto incurable. Había dejado de creer que tenía una vida. Se convirtió en una persona SWIM.

Por sus siglas en inglés, SWIM es un acrónimo de “alguien que no soy yo”. Es una palabra clave en foros de drogas y actos que flirtean con la ilegalidad. “Yo no tramaba nada bueno; estaba informándome sobre lo que necesitaba para una sobredosis”, escribe. Se tomó un surtido de analgésicos que bajó con ron barato. Sobrevivió.

No hace falta tocar fondo, pero es muy fácil convertirse en una persona SWIM. Así me sentí cuando, para escribir esta columna, abrí la pestaña de Twitter de mi ordenador. Allí vi a un montón de gente con la que antes me reía recuperando el resentimiento político del nacionalismo más esencialista de hace unos años para desprestigiar el trabajo de la izquierda en la resaca poselectoral. Salí como quien abandona una fiesta porque percibe una vibración envenenada. Guardé en borradores respuestas exaltadas. Efectivamente, no tramaba nada bueno. Me estaba convirtiendo en alguien que, creo, no soy yo.

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