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Columna
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Por qué vamos a votar

Victoria Kent consideraba que la mujer española votaría en masa a los artífices de su propio sometimiento, con el consecuente peligro existencial para la delicada República. Aún no sabía lo que la República iba a hacer por ella

Clara Campoamor durante su discurso por el voto femenino.
Clara Campoamor durante su discurso por el voto femenino.
Marta Peirano

El 1 de octubre de 1931, el Congreso de la Segunda República española legalizó el voto femenino con 160 votos a favor y 121 en contra. Como todo el mundo sabe, una de las tres mujeres con escaño en el Congreso votó en contra. “No es cuestión de capacidad —argumentó la socialista Victoria Kent en su famoso debate con Clara Campoamor— es cuestión de oportunidad para la República”. Kent consideraba que la mujer española votaría en masa a los artífices de su propio sometimiento, con el consecuente peligro existencial para la delicada República. Aún no sabía lo que la República iba a hacer por ella. “Necesita ver que la República ha traído a España lo que no supo traer la Monarquía: escuelas, laboratorios, etc. Cuando dentro de algunos años funcionen esas 20.000 escuelas que han sido anunciadas, la mujer será la más ardiente defensora de la República”.

Antes de votar, la mujer española debía despertar. Aunque su conclusión nos parezca ahora perversa, la premisa tiene sentido. “Para encariñarse con un ideal, necesita algún tiempo de convivencia con el mismo ideal”. Y responde al misterio de la clase trabajadora que vota contra sus propios intereses. Su convivencia con el ideal socialista deja mucho que desear.

“Lo que muchos no entienden sobre la clase trabajadora americana”, escribe Joan Williams, profesora de la Facultad de Derecho UC Hastings en San Francisco, es que la clase trabajadora admira a los ricos porque no los conocen, pero acumulan resentimiento hacia los profesionales que sí están en su vida: sus jefes, clientes y médicos, los profesores de sus hijos, los gestores, los abogados de su divorcio. La gente que tiene cada vez más mientras ellos ganan cada vez menos. Gente que desprecia su manera de educar a los hijos y tratar a las mujeres, su forma de comer, de vestir y de hablar. “Niñatos universitarios que no tienen ni idea de lo que hago pero están llenos de ideas acerca de cómo tengo que hacer mi trabajo”. Intelectuales que les necesitan pero no les respetan.

Clinton encarna la arrogancia intelectual y condescendiente de los intelectuales” dice Williams. Cuando se dirige a Trump con condescendencia y le recrimina ser un racista, sexista y homófobo, la clase blanca trabajadora no se identifica con ella sino con él. Explica que “su lenguaje llano conecta con otro valor de la clase trabajadora”. El intelectual es irónico, condescendiente e hipócrita, el populista no. Como dicen las ovejas del cartoon de Paul Noth mirando el eslogan del lobo (Voy a comeros a todas), al menos el lobo “dice las cosas como son”. El lobo no los sermonea por agarrar mujeres por el coño, salir de bares en pandemia o rechazar a moros, maricas y gitanos. Muy al contrario: los defiende. Es tan malo como el resto pero los hace sentir bien.

Entonces ¿qué hacemos con esos pobres que votan a la derecha?, le preguntaron a Bernie Sanders tras la victoria de Trump. Y Sanders respondió algo así como: nuestro trabajo. Mejorar sus condiciones de trabajo, garantizar su acceso a la vivienda, a la sanidad pública y la universidad. Y tener cuidado y respeto. Hoy la mujer es el principal votante de la izquierda en Europa. Kent erró en sus conclusiones pero en eso tenía razón.

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