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Columna
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Odiadores de bien

El odio se convierte en un capital político y un factor de cohesión capaz de generar nuevas comunidades de votantes que, más allá de pensar parecido, se unen en el reconocimiento de enemigos políticos comunes

Viktor Orban
El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, en una rueda de prensa en Budapest (Hungría) el pasado 22 de diciembre.ATTILA KISBENEDEK (AFP)
Carmela Ríos

“Dije que quería cambiar el mundo, lo hice, lo empeoré”. En 2011 Arthur Finkelstein, uno de los estrategas electorales más influyentes de todos los tiempos, sorprendió con este arrebato de sinceridad a los asistentes de uno de sus escasos discursos públicos. Finkelstein, (1945-2017) asesoró durante los años 70 y 80 a candidatos como Nixon o Reagan y creó para este último uno de los eslóganes políticos más exitosamente reciclados: “Hagamos a América grande otra vez”. Pasó a la historia, sin embargo, como el mejor alquimista de una receta magistral para ganar elecciones: inocular el odio en el votante. El primer ministro israelí Benjamín Netanyahu o el húngaro Viktor Orbán confiaron en la fórmula Finkelstein de campañas en negativo: ataca sin piedad a tu contrincante, y conviértelo en alguien tan digno de odio que sus propios simpatizantes optarán por abstenerse. Haz de él un enemigo, un peligro para todos. Sus potenciales votantes quizás no voten por ti, pero tampoco lo harán por él. Las campañas en negativo diseñadas por este asesor electoral neoyorkino tenían una poderosa herramienta dialéctica para arremeter contra los principios ideológicos del adversario: convertir sus ideales en insultos a fuerza de repetirlos con desprecio una y otra vez.

Finkelstein dejó a sus clientes plenamente satisfechos e inspiró una forma de hacer política que ha dejado huella. Y lo más preocupante: ha encontrado un enorme margen de mejora gracias a las infinitas posibilidades que ofrecen las redes sociales para generar conversaciones en las que los debates de ideas y programas quedan enterrados y el flujo de la conversación se sitúa en un plano netamente emocional. Es exactamente lo que ha sucedido en el arranque de la actual campaña electoral. La decisión de EH Bildu de integrar terroristas con delitos de sangre en sus listas ha vuelto a situar en el centro de la actualidad a la banda terrorista ETA, una organización extinta pero capaz aún de generar una cascada de emociones en prácticamente todos sectores de la población. Para los fontaneros del odio, no existe un mejor marco de trabajo cuando se trata de una red social: la viralidad favorece la amplificación de esa afrenta dolorosa y la sensación de peligro, por muy desactivado que esté, se vuelve real. Emerge entonces el reproche social permanente hacia los que quedan designados como responsables, es decir, los enemigos. De esta forma, la campaña electoral parece quedar inmersa en un bucle emocional del que resulta difícil salir. El odio se convierte así en un capital político y un factor de cohesión capaz de generar nuevas comunidades de votantes que, más allá de pensar parecido, se unen en el reconocimiento de enemigos políticos comunes.

Finkelstein fue un maestro en diseñar procesos como este, campañas que trascendían el debate de ideas y noqueaban al contrario de un derechazo emocional. En 1996 llevó al poder a Netanyahu tras acusar sin pruebas a su principal oponente, el candidato laborista Shimon Peres, de querer dividir Jerusalén. El eslogan de campaña, “Peres dividirá Jerusalen”, fue repetido machaconamente y acabó por convencer a una gran parte del electorado. Desde ese momento, Finkelstein se convirtió en “el cerebro de Bibi”, el gurú que contribuyó a modificar los contornos éticos de las campañas modernas en democracia.

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