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tribuna
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Un tema incómodo

En los últimos 10 años se ha pasado de silencio más absoluto respecto al suicidio al “todo vale”. Los medios deben reflexionar sobre el papel que pueden jugar en su prevención

suicidio
Raquel Marín

El suicidio es un tema incómodo socialmente. Pronunciar esa palabra interrumpe el diálogo, se producen silencios incómodos y se suele cambiar de tema si surge en una conversación.

Por muchos avances de los que hemos sido testigos en los últimos años, debemos reconocer que no hemos avanzado lo suficiente en abordar el problema más grave de salud actual y el más complejo.

No hemos hallado todavía una respuesta al porqué una persona puede mostrar una agresividad tan extrema hacia sí misma.

Pero tal vez tengamos alguna certeza, como mencionaba la doctora Carmen Tejedor, pionera de prevención del suicidio en nuestro país: “Nadie que esté bien con la vida se plantea el suicidio”. La persona que muere por suicidio sufre un dolor emocional insoportable. “Nunca he visto libertad en el suicidio, solo dolor y sufrimiento”, dice Tejedor.

La afirmación de que vivimos en un Estado del bienestar, podría ser cuestionada con la tozudez de los fríos datos del Instituto Nacional de Estadística: más de 4.000 personas al año mueren por suicidio en España (datos de 2022), lo que supone 11 personas cada día. Cifras que, como un mantra, se repiten en los medios de comunicación y redes sociales que, a modo de invocación, piden dar pasos firmes para afrontar la gravedad del problema. Quizás se olvide que detrás de las 11 personas de hoy y de las 11 muertas ayer…, había personas que tenían una vida que podía haber cambiado y tras ellas familias destrozadas. Familias que vivirán fatalmente marcadas por el recuerdo de su trágico final. Hablamos de la primera causa de muerte no natural en España desde hace 15 años y ahora también la primera causa de muerte en nuestros jóvenes.

Se me hace difícil entender cómo este ranking doloroso no incomoda a aquellas personas que tienen la capacidad y responsabilidad de tomar decisiones para la prevención del suicidio en nuestro país.

Posiblemente, se deba a esa visión deformada de “voluntariedad” y libertad del acto, a la que se suma la falta de información y formación a todos los niveles sociales.

Sobre el suicidio y la persona que se suicida seguimos, además, anclados mentalmente en el siglo XIX, considerándola una muerte proscrita, marginal, marcada por el doble estigma de aquel que atenta contra el don divino de la vida y que, también, todo el que se suicida padece una enfermedad mental.

Un posicionamiento retrógrado que no hace más que estigmatizar el sufrimiento emocional y, a la persona que lo sufre, sea cual sea su causa.

El reto está en lograr el cambio de las creencias y desterrar los mitos sobre el suicidio y la persona que se suicida. Porque tras ellos nos escudamos facilitándonos “explicaciones” simplistas que impiden e inhiben cualquier predisposición para la prevención y salvar vidas.

Estos mitos sirven como base a supuestas personas expertas y, por tanto, con derecho a opinar sobre el suicidio de alguien a quien no conocieron y que valorarán su valentía y la supuesta libertad del acto de darse muerte a uno mismo.

Para la mayoría de las personas que hemos vivido una muerte por suicidio, estas opiniones no hacen más que incrementar nuestra incomprensión y aumentar nuestra soledad y dolor. Un dolor que quiebra el alma.

En nuestro supuesto Estado del bienestar, no deja de ser paradójico la dificultad empática hacia las emociones de dolor del otro, que se interpretan como una cuestión de actitud: “ánimo no hay para tanto”, “no valoras lo que tienes”, “tienes que animarte”...

Cuando se le recrimina a alguien que sufre que no se esfuerza en salir adelante, la persona queda invisibilizada, nos reafirma en una posición de supuesta superioridad y debilita aún más a quien nos pide ayuda. Querer no es siempre poder.

Como se temía, la pandemia y las consecuencias del confinamiento han hecho de acelerador en el malestar emocional de los más jóvenes. Un malestar que se estaba larvando en los últimos años, junto con el auge del acceso a internet y de las redes sociales. Según el informe europeo de EuroKids de 2018 (anterior a la pandemia) que presenta datos de casi 3.000 menores de edades entre 11 y 17 años; se observó un incremento de nueve puntos porcentuales en el uso de internet para consultar páginas web de métodos suicidas, y un incremento de 10 puntos porcentuales para contenido de autolesiones. Aquellos menores de 11 años en 2018 hoy estarían en el rango de edad entre los 15-16 años.

Es innegable que los cambios tecnológicos han comportado cambios sociales, y también de como nuestro yo se relaciona con el mundo. Un artículo publicado por Benedict Cavey en The New York Times en junio de 2018 alertaba de que entre los jóvenes el suicidio era cada vez una opción más aceptable. A este punto de inflexión contribuía un frágil sistema de salud mental y la desesperanza ante la falta de vínculos escondida detrás de sonrientes fotos en las redes sociales.

El suicidio es el resultado de un fracaso social y de un menosprecio histórico a los recursos de bienestar emocional que ofrecemos desde instituciones y entidades, fomentando la salud mental desde hace años.

Pese al incontestable drama del suicidio en nuestro país, solo hay tímidos pasos de las administraciones para abordar su prevención, hasta la fecha acciones de ir parcheando aquello que emerge y con muy poca estrategia global compartida en el territorio. No sería admisible escudarse en una prevención basada en la elaboración de protocolos que quedan escritos sin formación, sin recursos y sin indicadores de su factibilidad, funcionalidad y actualización en sus objetivos en contextos muy cambiantes.

Vivir una muerte por suicidio es una devastación para todo el entorno familiar y social. Una terrible experiencia inesperada, traumática y trágica, que es vivida con relación a los condicionantes sociales, culturales y religiosos, como reconoce la propia Organización Mundial de la Salud (OMS).

Este es el camino que hacemos los que hemos vivido un suicidio, la propia sociedad nos cuestionará como familia, como cuidadores, y se creerá en el derecho de arrebatarnos, con un relato populista y oportunista, su historia, nuestra historia con nuestros hijos, hijas, hermanos, hermanas, madres, padres… muertos por suicidio.

Ante tanto dolor e incomprensión, de nada sirve reconocer que los protocolos fallan. Puede fallar un electrocardiograma y morir un paciente, puede fallar los frenos de algún vehículo y provocar un accidente, puede fallar un mecanismo eléctrico y causar un accidente laboral fatal… lo que no puede fallar nunca es socorrer el dolor de una persona vulnerable y expuesta a factores de riesgo, de sobra conocidos.

En un ejercicio de responsabilidad, los medios de comunicación deben reflexionar en su papel fundamental para contribuir en la prevención del suicidio, como insta la OMS. Un papel reconocido en sus guías y las diferentes adaptaciones para nuestro entorno mediático. Parece que muy pocos las han consultado.

Hoy todos tenemos la gran coartada: la libertad de expresión, y entonces, ¿para qué preguntarnos por el precio o las consecuencias de lo que decimos?

Hemos pasado en los últimos 10 años del silencio más absoluto al “todo vale” y esto no es lo acordado.

Debemos asumir un reto vital e innegable como sociedad.

Somos capaces de explorar nuevos planetas y buscar nuevos mundos, pero antes deberíamos ser capaces de abordar la tarea humilde y generosa de cambiar nuestra actitud ante el dolor emocional de otra persona. Este es el viaje que debemos iniciar para la prevención del suicidio.

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