Decir lo justo
Hemos empezado a entender la magnitud del suicidio, que no se explica solo en que una persona esté mal y quiera quitarse la vida. Están también las condiciones en las que viva, sus expectativas y su trabajo, por ejemplo
El otro día llamó a la radio una mujer, Susana, para dedicarse una canción a sí misma. Contó que debía tomar una decisión personal complicada y que, en ese trance, no dejaba de escuchar los consejos que otros le daban con buenas intenciones, que es con lo que se hacen el infierno y los libros de autoayuda. Susana no pedía esos consejos, ni falta que le hacían, pero aun así se los hacían llegar. Nos pasa mucho, en general, que pensamos que siempre hay algo que decir cuando a menudo lo mejor es el silencio. Las redes ayudaron en eso, en crear una especie de empuje colectivo para compartir la opinión de cualquier cosa, fuera más o menos fundada, aunque el problema de verdad no esté en que no sepamos decir, sino en lo que no sabemos callar. Y peor: lo revolucionario está en que aprendamos a escuchar.
Hay ocasiones en que lo extraordinario está ahí, en sentarse junto a alguien y escuchar lo que tenga que contar, sin decir nada más. Basta con acompañar y entender, que es lo más difícil de todo. Entender exige un esfuerzo contra nuestra propia naturaleza, que programaron para comparar y, más que eso, para juzgar. Lo complicado de veras es vivir sin juzgar, y vivir sin que te importe el juicio de los demás. Ojalá eso a la vez.
Desde que cayó el tabú del suicidio, en este país hemos empezado a entender la magnitud de ese problema, que no se explica solo en que una persona esté mal y quiera quitarse la vida. Está también en las condiciones en las que viva, en sus expectativas y en su trabajo, por ejemplo. En su sociedad, desde luego. En lo que se suponga que sea el éxito o el fracaso, ahora que todo se mide y se enseña, esclavos del algoritmo. Hemos empezado a hablar del tema, pero estamos en el camino de entenderlo. Lo mismo se da con el aumento de las conductas suicidas entre los adolescentes, que es un fenómeno cuyo remedio excede a los profesores de institutos o a los psicólogos.
Lo explican bien los expertos, que hay jóvenes que no cuentan lo que les pasa porque saben lo que se van a encontrar entre aquellos que les quieren: por lo normal, encontrarán a mayores que les dirán que tienen que estar bien, que no hay que darle tantas vueltas a la cabeza. Que no conocen su suerte por tener lo que necesitan y que si antes la vida era peor de verdad. Exige un esfuerzo, entender lo que hay: la empatía es fácil de nombrar y controvertida de practicar. Tan compleja que lo más sencillo igual esté en intentar escuchar y en decir lo justo. Decir lo justo y escuchar sin juzgar; eso nos debemos. Antes, al menos, de que llegue del todo la inteligencia artificial.
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