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tribuna
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Los municipios españoles ante las elecciones locales

Urge ya un debate político serio y riguroso sobre los retos y desafíos de estas entidades, con soluciones valientes e integrales para sus principales problemáticas

Sede del Ayuntamiento de Úbeda.
Sede del Ayuntamiento de Úbeda.JOSÉ MANUEL PEDROSA (EFE)
Gabriel Moreno González

El 28 de mayo se celebrarán elecciones locales en los más de 8.000 municipios españoles, en los que se renovarán a miles de concejales y alcaldes, y luego estos elegirán a los diputados provinciales y a los representantes en las entidades intermunicipales. A pesar de la relevancia política e institucional de los comicios, transversal a todo el país y a su diversidad territorial, lo más probable es que los debates electorales, el foco mediático y las preocupaciones de los partidos no se centren en las problemáticas que afectan al conjunto de la realidad municipal. Como mucho nos enteraremos de algún tira y afloja en Madrid o Barcelona y en alguna otra ciudad de relevancia, y casi siempre interpretado todo, por si fuera poco, en clave nacional. Los demás ayuntamientos, en los que aún vive la mayor parte de la población española, quedarán reducidos a pequeños puntos rojos o azules en el mapa televisivo de la noche electoral.

Y, sin embargo, urge ya un debate político serio y riguroso sobre los retos y desafíos de nuestros municipios, que aporte soluciones integrales y valientes para la que se muestra siempre como la “administración más cercana al ciudadano”, pero que es también la más depauperada y maltratada.

En primer lugar, España cuenta con una planta local excesivamente fragmentada, en la que la mayoría de sus municipios son de tan reducida escala y tienen tan poca población que no pueden afrontar las atribuciones y competencias más básicas que tienen encomendadas. De los 8.131 municipios existentes, alrededor del 83,96% cuenta con una población por debajo de los 5.000 habitantes, frontera de una mínima operatividad administrativa e institucional. Ante esta preocupante situación, que arrastramos desde la Constitución de 1812, cabe reforzar o plantearse dos soluciones, que no tienen por qué ser excluyentes: potenciar la intermunicipalidad (comarcas y mancomunidades) reformando sus modos de gobierno, su transparencia y su legitimidad democrática; y estudiar la posibilidad de reducir el número de entidades municipales (no de pueblos o localidades) fusionando aquellas en las que, por sus circunstancias y contexto, sea recomendable hacerlo. La primera es la estrategia seguida en el sur de Europa con desigual éxito y la segunda, la vía de las fusiones, en el centro y norte del viejo continente. Personalmente, creo que una combinación sensata de ambas, en un plan presidido por parámetros objetivables y liderado por las comunidades autónomas bajo un marco estatal, sería la mejor opción, la más realista y la que mejor se adecuaría a las singularidades españolas. Todo ello debiera pasar, además, por un tratamiento específico y una notoria mejora de la posición de las cabeceras comarcales, verdaderos ejes de desarrollo local y de vertebración territorial.

En segundo lugar, se hace perentoria una reforma ambiciosa de las competencias y de la financiación de los ayuntamientos, las cuales deben estar estrechamente unidas. Se precisa aclarar el marco competencial de nuestros municipios y asociar sus atribuciones a líneas de financiación claras, estables y, en tanto que incondicionadas, respetuosas con la autonomía local. Para ello han de desarrollarse las participaciones de los ayuntamientos en los ingresos de las comunidades autónomas (no solo en los procedentes de sus tributos propios), intensificar la financiación directa del Estado e introducir en todas las líneas financieras criterios que atiendan a la despoblación y a tendencias demográficas singularizadas. Necesitamos evitar que los municipios, sobre todo los rurales, entren en la espiral imparable de menor población, menor financiación y, por ende, peor respuesta política y administrativa frente al reto demográfico y las necesidades específicas de sus territorios. El demográfico es también un desafío territorial y de país, que debe ser abordado ambiciosamente con soluciones integrales.

Por último, es insostenible la ausencia en España del principio de diferenciación local en la legislación y en las exigencias burocráticas que deben atender los municipios. La normativa y los requisitos administrativos deben adecuarse a la capacidad real y efectiva de sus destinatarios, no tratarlos por igual y uniformemente. Carece de sentido que se aplique de forma indistinta la misma Ley de Contratos del Sector Público, sin apenas diferencias, a Madrid (3,223 millones de habitantes) y a Piornal (1.500). Para los municipios pequeños o medianos se pueden flexibilizar requisitos, ampliar plazos y simplificar engorrosos trámites administrativos o financieros, manteniéndose al mismo tiempo la necesaria transparencia y rendición de cuentas. Esta diferenciación normativa para los entes locales supondría un balón de oxígeno para su capacidad de operar en el territorio y de afrontar sus necesidades, especialmente las económicas.

Afirmaba Alexis de Tocqueville que “sin instituciones municipales puede una nación darse un gobierno libre, pero no tendrá nunca el espíritu de libertad”. Nuestros ayuntamientos son la argamasa que cose la España democrática, el primer laboratorio de nuestras instituciones y la mejor escuela de ciudadanía. Cuidémoslos si queremos seguir cuidando y fortaleciendo la democracia constitucional que nos dimos en 1978. Ojalá que estas elecciones locales sean una buena oportunidad.

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