Francia y la desigualdad
Seguimos inmersos en una grave crisis de representación donde las nuevas formas líquidas no consiguen canalizar el profundo sentimiento de abandono y desarraigo
¿De verdad aplazar la jubilación a los 64 años, una edad claramente inferior a la media europea, puede poner patas arriba a un país como Francia? Es complicado entender desde fuera que una medida así genere una crisis política tan aguda, con la policía reprimiendo con dureza las movilizaciones y atrayendo las miradas de toda la prensa internacional. Difícilmente podría explicarse por la vieja idea esencialista de la “excepción francesa”, que los convierte en más vagos o revolucionarios que el resto según sople el viento.
La realidad parece ser bien distinta. La reforma no aborda la pluralidad de situaciones laborales y la desigualdad de las condiciones de trabajo. Thomas Piketty la ha calificado de “opaca”, señalando que el esfuerzo recaerá “sobre todo en las mujeres con salarios bajos y medios, que tendrán que trabajar dos años más en empleos más duros y peor pagados, siempre que puedan mantenerlos”. Los 64 años se ven como una medida impuesta desde arriba, de acuerdo con una visión tecnocrática que hace pasar por el aro a todos sin distinción, “sin preocuparse por la dureza de ciertos trabajos, la desigualdad social y de género o la entrada temprana en el mundo laboral”, como señala Pierre Rosanvallon. Por eso el papel de los sindicatos está siendo crucial: nadie como ellos conoce la perenne desigualdad de la realidad laboral para tratar de evitar que se perpetúe con la jubilación.
El regreso del sindicalismo al centro de la mediación social, en un país con un presidente plenipotenciario y unos poderes intermedios bastante debilitados, quizá responda a la necesidad de aferrarse a alguna estructura sólida que funcione de contrapoder frente a lo que se percibe como socialmente injusto, como un abuso democrático: la aprobación del proyecto por decreto fue lo que terminó de echar a la calle a los jóvenes, marcando un punto de inflexión en la radicalización de las protestas. Así que hay aquí al menos dos elementos interesantes. No se trata de la izquierda woke saliendo a la calle a pasear sus veleidades posmodernas: es la vieja cuestión social, la desigualdad que nunca se ha resuelto. Y segundo, son los sindicatos los que se postulan como actores fuertes frente a un sistema presidencialista y de partidos, hoy ocupado en realidad por “movimientos”. El politólogo Olivier Roy señala que los tres movimientos que encabezan la Asamblea (los de Macron, Le Pen y Mélenchon) operan en realidad dentro de una misma estructura populista: un líder carismático, rodeado de jóvenes, que hace todo lo posible para que el movimiento no se transforme en partido político, con su organización, sus líderes locales, sus bases y un organigrama que funcione de abajo a arriba y limite su poder. Son movimientos sin verdadero arraigo en la sociedad, sin conexión con los sindicatos, los cargos electos locales o las asociaciones. Seguimos, así, inmersos en una grave crisis de representación donde las nuevas formas líquidas no consiguen canalizar el profundo sentimiento de abandono y desarraigo. Es el caldo de cultivo ideal para una Le Pen que sigue agazapada, esperando la señal para hincarle el diente a su presa: Francia, sí, pero también Europa.
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