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Columna
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Millet en el país de las maravillas

Si sus años dorados no pueden explicarse al margen del modernista Palau de la Música, su caída se refleja en aquel otro conjunto arquitectónico donde siete edificios de forma prismática albergan dependencias judiciales

Fotografía de archivo de Felix Millet en la Audiencia de Barcelona, en marzo de 2014.
Fotografía de archivo de Felix Millet en la Audiencia de Barcelona, en marzo de 2014.Albert Garcia
Jordi Amat

La Ciudad de la Justicia fue el último lugar donde se vio a Fèlix Millet. Si sus años dorados no pueden explicarse al margen del modernista Palau de la Música, vinculado a su tradición familiar y a la dimensión civil del catalanismo, su caída se refleja en aquel otro conjunto arquitectónico donde siete edificios de forma prismática albergan dependencias judiciales. Su biografía los conecta. No solo porque en 2017 él confesó allí que había formado parte de la trama de corrupción que, con el Palau como pantalla, conectó a Ferrovial con Convergència. Hay más. Lo que cuadra el círculo de esa conexión se compactó, precisamente, durante la construcción de la Ciudad de la Justicia. ¿Nos atrevemos a cruzar el espejo? Porque podemos contemplar solo a aquel personaje grotesco encerrado en su círculo de codicia. Pero si lo atravesamos, alrededor del hombre que falleció el jueves, puede vislumbrarse un caso prototípico de los mecanismos de adaptación a la política de una gran empresa en un momento clave de nuestra historia reciente.

“Páseme estos papeles a limpio”, dijo a su secretaria la mano derecha de Millet en la gestión del Palau. Le dio unas notas mecanografiadas y ese viernes 17 de febrero de 2006 ella empezó tecleando el título: Adjudicación ciudad judicial. Las cifras que allí aparecían cuadraban con otro documento redactado en septiembre de 2003. El contexto es clave, eran días de decadencia del imperio. Un par de meses antes del fin de la última legislatura de Pujol como president y cuando faltaban dos semanas para empezar las vacaciones de verano, el Govern de la Generalitat adjudicó la concesión para construir la Ciudad de la Justicia. Como se consigna en ese documento, un 22% del total previsto ―57.860 millones de euros de los 263 totales― le correspondía a Ferrovial. La legislatura acabó el 23 de septiembre. El contrato de adjudicación está fechado el 25. En 2006 el compinche de Millet hizo números. El 4% de ese 22% que se pagó a la constructora eran casi dos millones de euros. La mayoría de ese dinero debía llegar a Convergència. Ferrovial hacía una donación al Palau que firmaban intermediaros de los directivos y los gestores de la entidad musical, a cambio, se quedaban un 1,5 de dicha comisión. En este caso, 726.000 euros. Nada que no hubiese ocurrido desde hacía más de un lustro.

Son documentos que la Policía incautó en 2009 y constan en el Informe elaborado por la Oficina Antifraude, incluido como apéndice en el Dictamen de la Comisión de Investigación del Parlament que se celebró a mediados de 2010. Pero cuando dicho dictamen se hizo público, en Cataluña la política estaba en shock. A la lobotomía que el Tribunal Constitucional le hizo al Estatut plebiscitado, y que se dio a conocer entonces, le había seguido una multitudinaria manifestación independentista que cambiaría el paradigma del catalanismo. Medio año después, con Artur Mas en la presidencia, se tomó una decisión que pasó demasiado inadvertida, pero resultó determinante: la abogacía de la Generalitat se retiró de la acusación. Y así, como dijo el director del Palau encargado de la auditoría para esclarecer el caso, el consorcio del Palau, del que forma parte la Generalitat, pasó de víctima a encubridor. Cuando en 2017 el caso se juzgó en la Ciudad de la Justicia y Millet ya era el apestado número uno de Cataluña, los delitos de los intermediarios de Ferrovial habían prescrito.

Una época había terminado. La del país de las maravillas donde las familias del poder local se reencontraron en el Palau para asistir a las bodas de las dos hijas de Millet. Entre 2000 y 2002. Se levantaron las butacas de la platea y parte del edificio se habilitó como discoteca. No faltó nadie del mundo conservador catalán, de las elites políticas y económicas, entonces aún bien conectadas con Madrid. Tampoco quiso perdérselo el presidente de Ferrovial, por supuesto. Las facturas del bodorrio Millet las pasó al Palau, pero no dudó en quedarse la parte de la fiesta que pagaron sus consuegros.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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