Lo que cuesta el olvido
Tener memoria exige un compromiso, lo mismo que querer borrarla, y quizá sea eso la ideología: decidir de qué quieres desprenderte
Cuesta mucho recordar, que dicen que la memoria se pierde pronto y es verdad, pero lo que de veras cuesta es olvidar, si hay recuerdos perdurables con los que uno, mientras conserve la lucidez, solo puede hacerse el muerto y poner la cabeza a silbar, para que haga como que no los vea aunque los vea. Tener memoria exige un compromiso, lo mismo que querer borrarla, y quizá sea eso la ideología: decidir de qué quieres desprenderte.
Por eso me removió leer aquí el artículo que escribió ayer Manuel Viejo sobre el asesinato de Isaías Carrasco hace 15 años, porque en su día, que fue aquel día, yo me propuse que no iba a olvidar, como si mantener un recuerdo con vida fuera la manera de hacerle justicia a los muertos. Me di cuenta, sin embargo, de que con los años he hecho lo que no quise y he olvidado, lo que me llevó a desconocer lo que siguió a su asesinato, que ahora sé: el acoso al que sometieron a su hijo, de cuatro años; los insultos que sufrió su mujer. El hijo de un hombre asesinado; la esposa de un hombre al que ETA asesinó. Las frases en clase y la inacción de tantos.
Eso venía después de muchos de los atentados, cuando la mayoría ya apenas recordábamos los nombres de las víctimas. Me atormentó preguntarme quién había disuelto la nitidez de aquellas imágenes en mi cabeza, si se debió al tiempo o a una razón más concreta: las ganas, por ejemplo, de que este país pasara página y viviera sin terrorismo. Ni terroristas. La esperanza de que diéramos por fin con una etapa sin despertares en la radio hechos de sobresaltos y noticias con coches bomba y tiros en la nuca.
Fue con la memoria fresca, con el asesinato de Isaías Carrasco aún reciente, cuando uno de los mejores cronistas, que es Pablo Ordaz, firmó desde Mondragón para EL PAÍS una de sus mejores crónicas, que describía el funeral del concejal socialista y la homilía del obispo Uriarte —”no muy larga, no demasiado cariñosa”— y sus palabras en la iglesia para que el pueblo no se resignara “ante la presente situación”. “La ‘presente situación’ —escribió Ordaz, en una frase que pesa lo que un ladrillo— es un hombre metido en un ataúd”.
Y aquello, aquella secuencia de cuerpos que fueron metiendo en ataúdes, aquel miedo y aquel espanto, es lo que un país decente no debería olvidar, lo que habría que enseñar a quienes no lo saben. Porque imponerse al olvido no requiere de venganza ni de rencor, ni tiene tampoco que ver con quedarse a vivir en el pasado sin poder salir de él; necesita de un ejercicio más simple, puede que doloroso pero sin duda reparador, que consiste en ejercitar la memoria: agitar los recuerdos para que nadie los maquille ni los entierre. Olvidar e ignorar exigen de un esfuerzo y hasta de una decisión, y no hay que dejarse.
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