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Columna
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El Brasil de los ricos descubre la catástrofe climática

El evento extremo que arrasó la costa de São Paulo en Carnaval reveló lo peor del nuevo ‘apartheid’

Un hombre ayuda en el rescate de los cuerpos de las víctimas de un deslizamiento de tierra, en São Sebastiao (Brasil), el pasado 21 de febrero.
Un hombre ayuda en el rescate de los cuerpos de las víctimas de un deslizamiento de tierra, en São Sebastiao (Brasil), el pasado 21 de febrero.Sebastiao Moreira (EFE)
Eliane Brum

Era Carnaval. Y no cualquier Carnaval, sino el primero del Brasil libre de Jair Bolsonaro. São Paulo, la mayor ciudad del país, se entregó a las comparsas carnavalescas. Y los que preferían escapar del ruido se dirigieron a la costa norte para descansar durante el festivo. Y entonces las colinas se vinieron abajo. Y los muy ricos descubrieron que los fenómenos extremos que provoca la crisis climática, un día, llegan para todos.

Los deslizamientos de tierra y las muertes se repiten con vergonzosa asiduidad. Pero casi siempre afectan solo a los más pobres, a quienes históricamente se ha empujado hacia las zonas de riesgo, donde la naturaleza ya se ha destruido por completo. Fue lo que ocurrió en la costa norte de São Paulo, donde a lo largo de las décadas los pescadores se han visto obligados a dejar la orilla de la playa, donde el precio del metro cuadrado se multiplicaba, y trasladarse a la cima de las colinas, progresivamente desvestidas del verde.

Este Carnaval, el mar de lodo arrasó primero las casas y calles de los más pobres, como de costumbre, y la mayoría de los 65 muertos y más de 4.000 desabrigados se encontraban en ellas. Pero, por primera vez, los muy ricos se quedaron aislados en sus mansiones y sintieron el horror de ver cómo el agua caía con la fuerza de una cascada sobre sus tejados panorámicos. Las autopistas de las que tanto se enorgullece el Estado brasileño, que son “símbolo del progreso”, quedaron sepultadas por la tierra como si fueran de papel. Y quienes, en un país donde el transporte es caro y precario, siempre habían tenido el privilegio de ir y venir, se vieron por primera vez atrapados en sus mansiones, a merced de una naturaleza en convulsión.

Ya no hacen falta películas y series apocalípticas. El alcalde de São Sebastiao, municipio que alberga algunas de las playas más ricas, fue advertido dos días antes de que podía producirse la catástrofe, pero prefirió asegurarse las ganancias del Carnaval. El Gobierno del Estado de São Paulo también ignoró los avisos del centro de control de desastres. De inmediato, se estableció la ley superior del capitalismo: ante la elevada demanda, los vecinos denunciaron que el precio de productos esenciales, como el agua, se había disparado.

La experiencia podría llevarnos a comprender que necesitamos reforestar las colinas, la infraestructura de la naturaleza. Pero lo más probable es que solo se reconstruya la infraestructura de acero y hormigón. Mucha agua y muchos cuerpos habrán de caer para que la élite, que sigue influyendo en gran medida las políticas públicas, entienda que llegará un momento en que ni siquiera ella podrá salvarse. Pero ese día todavía no ha llegado. Como la máxima expresión del apartheid climático, esta escena se repitió innumerables veces: ante niños, ancianos y mujeres embarazadas desabrigados, pero pobres, algunos de los muy ricos se irguieron literalmente sobre la catástrofe en helicópteros y se alejaron volando.

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