Europa, preocupada por los estallidos en Oriente Próximo
El devastador terremoto de Turquía y Siria unido a la nueva espiral de violencia en Israel y Palestina y la guerra en Ucrania amenazan la estabilidad de un continente carente de capacidad politica y militar cohesionada
El enorme terremoto que sacudió el este de Turquía y el noroeste de Siria en la madrugada del lunes 6 ha provocado conmoción y horror tanto en la región como en Europa. A estas alturas, ya roza los 42.000 fallecidos y hay miles de edificios arrasados en los dos países, muchos de los cuales no cumplían las normas sísmicas, sobre todo en el lado sirio, destrozado por una década de guerra y abandono de los poderes civiles. Los gobiernos europeos se han movilizado para enviar equipos y material de rescate, pero la situación geopolítica de la región afectada ha supuesto un grave problema. La ayuda a Turquía se ha enviado mientras Erdogan seguía en plenas disputas con varios países, desde Suecia hasta Grecia, y reñía sin parar con casi todos los demás gobiernos y las instituciones europeas. Es posible que ahora la necesidad le obligue a suavizar el lenguaje xenófobo que estaba utilizando, dado que hay elecciones presidenciales el 14 de mayo. Mientras tanto, aunque el decreto de estado de emergencia le permita reprimir aún más a la oposición, es de esperar que los gigantescos fallos de la política de salvamento, que han hecho que miles de personas quedaran atrapadas bajo los escombros y murieran de frío, le pasen factura por su incompetencia como líder; al menos, es lo que dan a entender las furiosas reacciones espontáneas de las víctimas del terremoto.
En cuanto a la ayuda a Siria, está siendo aún más complicada y polémica: por un lado, está el peso de las sanciones internacionales sobre el régimen de El Asad; por otro, la mayor parte de la zona del país que ha resultado afectada está en manos de rebeldes, bien los yihadistas de la provincia de Idlib, bien los mercenarios turcos de Afrin, bien los kurdos del YPG en el noreste. Los retrasos han hecho que cada día murieran más víctimas bajo los edificios derrumbados, puesto que no pudieron llegar a tiempo los equipos de rescate extranjeros debidamente equipados. Aunque Rusia y algunos Estados árabes han enviado ayuda a los territorios controlados por El Asad, la provincia de Idlib ha permanecido inaccesible en su mayor parte porque la única entrada desde Turquía es una carretera que quedó gravemente dañada por el temblor.
La zona de la frontera entre Turquía y Siria sigue siendo uno de los atolladeros geopolíticos del mundo, un importante epicentro de tensiones y fallas que atraviesan Oriente Próximo en dirección a Europa. Fue la puerta de entrada para miles de yihadistas europeos que se dirigieron a finales de la década de 2010 hacia el este, a Siria e Irak, y hoy sigue siendo una de las principales rutas para las oleadas de millones de inmigrantes que se encaminan hacia Europa procedentes de toda la región e incluso del suroeste de Asia.
Ciertas informaciones de prensa han dicho que varios prisioneros del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés) ya han aprovechado el terremoto para huir de algunas cárceles, pero es muy posible que las consecuencias de la catástrofe humanitaria vuelvan a generar disturbios y violencia; y los gobiernos de la UE están en alerta roja porque los campos de detención en la zona controlada por el YPG kurdo se han convertido en nuevas ciudadelas del ISIS. En Europa se está muy pendiente de si el intercambio de disparos entre las fuerzas turcas y kurdas se interrumpirá o desembocará en un enfrentamiento abierto, aunque solo sea por la preocupación de que eso empujaría a más personas a huir en busca de asilo y ejercería una presión no deseada sobre las fronteras orientales de la UE.
Además, este foco de inestabilidad en Oriente Próximo está situado entre dos grandes zonas de conflicto: la guerra entre Rusia y Ucrania, que es el mayor enfrentamiento armado de semejante dimensión en suelo europeo desde el final de la II Guerra Mundial y que inicia ahora su segundo año, y la espiral de violencia en Israel y Palestina desde el regreso de Netanyahu al poder, que el director de la CIA, Bill Burns, ha comparado con los inicios de la segunda Intifada en el año 2000 (cuyos actos suicidas allanaron el terreno para los atentados kamikazes de Al Qaeda el 11-S).
Después de que el ministro israelí Itamar Ben Gvir diera un provocador paseo por la explanada del Monte del Templo y Al Aqsa, tal como hizo Ariel Sharon hace 12 años, una incursión del Ejército israelí en el campo cisjordano de Yenín mató a nueve personas y, en represalia, los palestinos mataron a siete judíos delante de una sinagoga de Jerusalén durante el sabbat. La visita del secretario de Estado estadounidense Blinken, los días 30 y 31 de enero, no sirvió de nada, puesto que el Gabinete de Netanyahu ha decidido promover nuevos asentamientos y el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, se niega a cooperar con Israel en materia de seguridad y antiterrorismo. Esta espiral de violencia y la ausencia de una agenda política también se observan desde Europa con gran temor, por sus posibles reverberaciones en un continente en el que viven millones de judíos y musulmanes. En las décadas pasadas se ha visto que los sangrientos atentados contra sinagogas o escuelas judías en Europa han sido reflejos indirectos de los enfrentamientos en Tierra Santa, sobre todo cada vez que ha habido un callejón político sin salida entre Israel y Palestina. En un contexto internacional como este, unas cuantas chispas en Europa podrían envolver en llamas el continente. En Suecia, después de que se quemara un Corán el 21 de enero en una manifestación autorizada, alguien pidió permiso para prender fuego en público a una Torá, aunque la respuesta fue prohibirlo. Hay un rescoldo que está esperando que alguien lo avive, en un contexto de lo más volátil. La agenda social europea está sembrada de huelgas a ambos lados del Canal de la Mancha, provocadas por una inflación de dos dígitos por la escasez de suministros de gas ruso, y también hay enormes tensiones en torno al Mediterráneo por la persistente inmigración ilegal. Como consecuencia de ello, los partidos de extrema derecha están en ascenso en todo el continente, de Noruega a España y de Polonia a Grecia, con un fuerte programa antiislam, que mezcla recuerdos de las matanzas yihadistas de finales de la década pasada con el miedo a una transformación demográfica en la que los musulmanes cuenten cada vez más debido a las oleadas de inmigrantes: lo que se denomina la amenaza del “gran reemplazo”.
Estas son las perspectivas desde las que los europeos, con el ruido de los tambores de guerra en Ucrania cada vez más fuerte y carentes de una capacidad política y militar cohesionada, observan conmocionados y con pavor el catastrófico terremoto de Turquía y Siria y la reanudación de la violencia en Tierra Santa.
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