Yo, asesor
Entre la nueva hornada de gurús y la infinita tolerancia al halago de los políticos se han orquestado para poner la letra de estos años: polariza, que algo destruye. Pero hay una relación directa entre gabinete sólido y éxito político
La figura del asesor político viene con una manga tan ancha que es capaz de acoger todo lo que va de John Locke a Iván Redondo. Unos asesores lograron trepar a lo más alto —Pompidou o David Cameron— y otros terminaron —Rasputín— arrojados al río. Unos posaron siempre de siervo bueno y fiel —pienso en Arriola—, y otros evolucionaron —pienso en Dominic Cummings— hacia Judas. Schlesinger llegó al gabinete de Kennedy con un Pulitzer; Fernando Ónega subió a las alturas cuando apenas era redactor: hoy los políticos reclutan más bien a tuiteros estrella. Algunos gabineteros han sido el cerebro de sus jefes, como Sorensen en el Camelot kennediano; otros, como Marie de Gandt, el colector de las miserias del Elíseo. Es una especie, en todo caso, de vida atribulada, siquiera porque nadie es eminencia gris por mucho tiempo. Su fin tampoco suele ser mejor: casi todos olvidan que el poder no admite copilotos y todos creen que el desengaño de corte es algo que les sucede a los demás. Algunos —los menos— escriben memorias ligeras, como Ferdinand Mount sobre la Thatcher: la mayor parte se venga con memorias más bien rastreras, como Fallows sobre Carter. El político, sin embargo, tiene siempre otra pegada, y Sarkozy se rio de todo el gremio al afirmar que no había terminado de leer ninguno de los libros escritos con su nombre.
Si la serie Periodistas condenó a una generación a la suma de superioridad moral y precariedad laboral característica del periodismo contemporáneo, los más crédulos vieron El ala oeste —de una ridiculez bombástica— para terminar pensando que la política es un juego. Es la hornada de gurús a la que debemos el máster en vergüenza ajena que hemos tenido que pasar estos años. Los desnudos de Rivera. La niña de Rajoy. “Si tú vas, ellos vuelven”. Pedirse el CNI. El visto y no visto de Ramón Tamames. Quizá ningún dislate a la altura del anuncio electoral que quiso convertir a un señor con pinta de cicloturista en el ungido de la república catalana. Es tan cierto que el político paga los errores de los asesores como que los asesores saben de la infinita tolerancia al halago del político. De cualquier manera, ambos se han orquestado para poner la letra de estos años: polariza, que algo destruye.
Solo un poco menos impopulares que los funcionarios, siempre hay gran escandalera cuando se publica el número de asesores que hay en La Moncloa, sin mencionar que ahí entra el personal de seguridad o de jardinería. En nuestras décadas de democracia, el de asesor ha cuajado como un fenotipo neogaldosiano, mucho más activo en año electoral: académicos o funcionarios con una causa, periodistas —como quien esto escribe, fontanero varios años en La Moncloa— con ganas de ver el otro lado, chicos de las juventudes dispuestos a una vida de crímenes políticos, o viejas glorias que buscan un moridero institucional. A eso hay que añadir los asesores externos que, contratados para las campañas, dejan de buscarse los garbanzos en las municipales de Costa Rica —en España hay poco mercado— y vuelven a casa a la llamada de las elecciones. Peggy Noonan, William Safire o Paul Johnson se desempeñaron como consejeros políticos o escritores de discursos: es un trabajo que, según se ve, podía tener su empaque, pero no hace falta subrayar mucho que dedicarse a la política e incluso a sus afueras ya no es ningún timbre de honor. Tampoco de intelectualidad: pocos gurús —quien lo probó lo sabe— se sienten seguros fuera de Kahlil Gibran y Paulo Coelho. A cambio, hoy garantiza un agradable pasilleo entre lobbies, empresas de relaciones institucionales y demás hasta que los tuyos vuelven al poder. Miau 2023.
Los asesores van a seguir con nosotros: lejos están los días en que —todavía con un imperio que manejar— Macmillan podía pasar las tardes leyendo a Trollope en su club. Un presidente como Hoover promedió ocho apariciones en público al mes: con el primer Clinton, el número había ascendido a 28. Ahora que la burbuja ha bajado un poco, uno recuerda los tiempos —hace diez años, no más— en que Lakoff venía a España y parecía que hubiera aterrizado Mick Jagger y no el teórico de una rama poco transitada del saber. Redondo, Madí, Moragas: cuando no han modelado una realidad, los asesores han contribuido a afianzar el estilo por el que queda un gobernante. Este año hemos oído discursos de Navidad que dejaban a San Juan Crisóstomo por ligero, y mejorar el lenguaje público seguirá siendo difícil si nos quejamos de los políticos lo mismo cuando tuitean sin comas que cuando citan a Tocqueville. Los mejores oradores de estos años —Casado y Rivera— crían malvas políticas, pero el discurso sigue sin ser un afán inútil: con uno de Gordon Brown se ganó Escocia, con los suyos se perdió Truss. Hay una relación directa entre gabinete sólido y éxito político, y no hay que remontarse a Reagan para bien y a Bush padre para mal: baste con pensar en el Sánchez auroral y en el Casado que quemó tres jefes de gabinete en cuatro años. En los próximos meses va a haber miles de sillas —autonomías, diputaciones, municipios, ministerios— para incorporar talento privado a lo público: es algo que merece más normalidad, más transparencia, más atención y menos misterio.
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