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Columna
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El genocidio yanomami tiene las huellas de Bolsonaro

El resultado de los cuatro años de laboratorio de la extrema derecha en Brasil emerge en forma de cuerpos infantiles

Una mujer yanomami carga con un niño en un centro de apoyo a los pueblos indígenas en Boa Vista (Brasil).
Una mujer yanomami carga con un niño en un centro de apoyo a los pueblos indígenas en Boa Vista (Brasil).Edmar Barros (AP)
Eliane Brum

El resultado de los cuatro años de laboratorio de la extrema derecha en Brasil emerge en forma de cuerpos infantiles. Desde el 20 de enero, cuando salió a la luz que por lo menos 570 niños indígenas del pueblo yanomami habían muerto de causas evitables, Brasil y el mundo observan horrorizados las imágenes de los cuerpos escuálidos que se están rescatando en la selva. La denuncia la hizo Sumaúma, una plataforma de periodismo con base en la Amazonia que ideé con un pequeño grupo de experimentados periodistas. Enseguida, Lula da Silva se llevó a una parte de su ministerio a la región, el Supremo Tribunal Federal determinó que se abriera una investigación a las autoridades del Gobierno de Jair Bolsonaro por genocidio y, en tan solo dos días, el 22 y 23 de enero, casi 20.000 sanitarios se presentaron como voluntarios para ayudar a la sanidad pública a rescatar a los hambrientos, desnutridos, enfermos y casi muertos yanomamis.

Las escenas espeluznantes son una lección para el mundo: la extrema derecha se instaló en el Gobierno brasileño de 2018 a 2021 mediante un proceso democrático, tras años de señales elocuentes que se ignoraron; con el respaldo de las Fuerzas Armadas, que durante cuatro años coquetearon con un golpe sin que les molestaran quienes tenían el deber de hacer cumplir la Constitución; con el apoyo de una parte significativa del empresariado nacional y de las élites brasileñas; y defendido por una horda de fanáticos armados que protagonizaron una serie de delitos hasta que finalmente intentaron dar un golpe de Estado el 8 de enero, después de pasarse meses confraternizando alegre e impunemente ante los cuarteles del Ejército.

Que los yanomamis estaban viviendo una catástrofe humana ya se sabía, lo que se ignoraba era la dimensión. En septiembre del año pasado, la periodista Talita Bedinelli ya había revelado que los niños morían vomitando lombrices por falta de vermífugos. En el mismo reportaje, mostró que las niñas yanomamis sufrían violaciones grupales. Hambrientas, se prostituían a cambio de arroz o salchichas. Su territorio, invadido por miles de mineros ilegales en busca de oro, estimulados por Bolsonaro, estaba desfigurado: los ríos contaminados de mercurio, los huertos destruidos y el hambre y las enfermedades extendiéndose. Aun así, Bolsonaro casi gana las elecciones a la presidencia, y en ese caso ¿cuántos miles de yanomamis habrían seguido muriéndose de hambre, malaria y otras enfermedades en la selva?

Todos presenciaron en tiempo real lo que Bolsonaro era capaz de hacer. Pero, aunque veía que ejecutaba un plan de propagación del virus de la covid-19 que provocó la muerte de 700.000 personas durante la pandemia, como denunció EL PAÍS, una parte de la élite jurídica e intelectual de Brasil dudaba en llamar genocidio al genocidio. Hoy, tras el desfile de niños y adultos indígenas semimuertos, la mayoría condenados a sufrir graves secuelas si sobreviven, la palabra genocidio empieza a frecuentar el vocabulario incluso de los cobardes. El coste humano de la extrema derecha que llegó al poder mediante el voto solo ha empezado a ser expuesto. Y Brasil empieza a descubrir que, si sigue tolerando genocidios, pronto no quedará país.


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