Lula y una casa tomada por fantasmas
La agresividad de la política brasileña no se atenúa. Al revés, se vuelve acérrima, e instala un enorme signo de interrogación sobre la estabilidad general
Lula da Silva debió reemplazar al comandante en jefe del Ejército brasileño, Julio César de Arruda, por la sospecha, todavía brumosa, de su afinidad con el intento de golpe de Estado del domingo 8 de enero. Es una demostración más de que esa asonada fue el momento más peligroso y dramático de una conspiración que se inició mucho antes de las elecciones presidenciales. Una trama que no se sabe aún si concluyó.
Arruda fue reemplazado por el general Tomás Miguel Ribeiro Paiva. El antecedente más destacado de Ribeiro hay que fecharlo el jueves pasado. Ese día, en su condición de jefe del Comando Militar del Sudeste, este soldado arengó a sus tropas con una defensa encendida de la democracia, de la alternancia en el poder y de la calidad de las elecciones. Esa profesión de fe fue indispensable para su promoción.
Es probable que Arruda no pudiera formularla. “Después del 8 de enero hubo una fractura en los niveles de confianza”, reconoció el presidente. La manifestación más notoria fue la resistencia del excomandante a desplazar al teniente coronel Mauro Cid de la jefatura de un batallón de la ciudad de Goiânia, ubicada a 200 kilómetros de Brasilia.
Hay que poner la lupa en Cid para advertir los hilos del complot. Este militar fue durante los últimos años la sombra del expresidente Jair Bolsonaro. El edecán que lo acompañaba a toda hora y que cumplía funciones intransferibles en las manualidades del financiamiento familiar.
Antes de asumir el poder, Lula recibió informes identificando a Cid como una pieza principal de un levantamiento popular que contaba con la connivencia de altos mandos militares y debía producirse antes de que terminara diciembre. El momento era crucial: es muy posible que, si los edificios de las principales instituciones de Brasil hubieran sido tomados antes de fin de 2022, Bolsonaro se habría negado a evacuarlos por la fuerza. La entrega del poder ya no sería lo que fue: una solemnidad de la que Bolsonaro no participaría. La entrega del poder no hubiera ocurrido.
Las informaciones sobre ese complot resultaron en ese momento muy verosímiles para la clase dirigente de Brasilia. El expresidente había alegado infinidad de veces que los comicios serían fraudulentos. Una de ellas lo hizo ante los embajadores extranjeros acreditados en el país, que desmintieron enseguida esa posibilidad. La hipótesis de un golpe que impidiera la transferencia del mando era tan creíble que el 19 de diciembre un juez del Superior Tribunal Federal se encontró a cenar con Bolsonaro. Fue en la casa de un amigo común, ministro del Poder Ejecutivo. Allí el entonces presidente escuchó varias recomendaciones. La más explícita fue la conveniencia de retirarse, descansar, asegurarse el liderazgo de la oposición y competir de nuevo en 2026. Si, al cabo de esa charla, Bolsonaro desactivó el curso turbulento que iban a tomar los hechos, es un misterio más de esta tristísima saga.
Lula llegó al poder y resolvió tender puentes hacia los sectores que se habían alineado con Bolsonaro. La señal más clara fue la designación del ministro de Defensa, convertido por el contexto en el más relevante de todo el gabinete. Eligió, a pesar del malhumor de muchos dirigentes del PT, a José Mucio, un dirigente del Partido Trabalhista Brasileiro ubicado en el centro derecha que había sido proclive al impeachment contra Dilma Rousseff, y que manifestaba tener buenas relaciones con el bolsonarismo. Mucio se hizo cargo de su cartera y recibió el apoyo explícito de muchos antecesores, inclusive de exministros de Bolsonaro.
El asedio a los palacios de los tres poderes del 8 de enero cambió el significado del perfil de Mucio. A la luz de esos hechos llamó la atención, por ejemplo, que no hubiera retirado del entorno de los cuarteles a los seguidores de Bolsonaro que acampaban allí, en protesta por un resultado electoral que no convalidaban. También fue curioso que dijera que tenía amigos en esos campamentos. Lula resolvió, de todos modos, retener a Mucio en Defensa, aun admitiendo que su elegido había cometido errores. El ministro colaboró con su continuidad: durante este fin de semana, en el Gobierno se empeñaron en dejar trascender que quien resolvió la salida del general Arruda había sido él.
La ratificación de Mucio no debería ocultar que la manera con que Lula mira el panorama ya no es la del día en que regresó a la presidencia. Los sucesos del 8 de enero lo enfurecieron. Comienza a observarse un cambio de actitud. Por ejemplo: fue muy audaz afirmar que los servicios de Inteligencia del Ejército, la Marina y las policías no le supieron adelantar los movimientos que terminarían en la vandálica toma de las sedes del poder. Nadie emite ese diagnóstico si no está dispuesto, de inmediato, a hacer rodar varias cabezas.
La comprensión de lo que sucedió en el Gobierno local de Brasilia también está adquiriendo otro color. Resulta más curioso que antes que el gobernador del Distrito Federal, el derechista Ibaneis Rocha, haya incorporado como secretario de Seguridad a Anderson Torres, que venía de ser ministro de Bolsonaro. ¿Por qué Rocha y Torres hicieron tan poco por garantizar la seguridad de los edificios públicos? ¿Por qué Rocha no contestó esa tarde a los primeros llamados de los ministros del Gobierno federal? ¿Por qué se negó a asistir a una reunión en el palacio de Planalto, sede de la Presidencia, adonde al final concurrió, por su propia voluntad, Celina Leao, la vicegobernadora? Rocha fue suspendido de su cargo por la Justicia. Y la explicación de su indiferencia tiene cada vez menos que ver con sus excentricidades personales y más con el involucramiento en un golpe de Estado fallido.
La secuencia no ha terminado. Hay 700 detenidos a disposición de la Justicia. Y todavía quedan miles de militares bolsonaristas, con grado igual o superior a coronel, enquistados en la Administración. Cuando llegó Lula eran 7.000. Algunas figuras del empresariado financiaron el acoso a un Gobierno que recién se estaba estableciendo.
Para tratar con esa orilla adversa comienza a haber un cambio de discurso. El presidente ya no está furioso. Pero es evidente que comenzó a revaluar la estrategia acuerdista del comienzo. En el PT califican a los que se movilizaron como terroristas. Habrá que ver si esa denominación, por la cual Brasil aparece inoculado de un virus que hasta hace dos semanas no tenía, es la más sensata para el mediano plazo. Lo cierto es que habla de un nuevo temperamento, que hace juego con la descripción del Brasil que dejó Bolsonaro. En el círculo más estrecho de Lula circulan estadísticas y anécdotas con las que se va pintando el cuadro.
Para empezar por lo insignificante: se comenta que, al llegar a la residencia presidencial de la Alvorada, el nuevo presidente se sorprendió al ver que su dormitorio carecía de cama. Menos atractivas, pero más inquietantes, son algunas cifras: por ejemplo, el ministro de Hacienda, Fernando Haddad, hizo saber a su jefe que, sumados todos los rubros de gastos excepcionales de los meses de campaña electoral, Bolsonaro había destinado 60.000 millones de dólares a evitar una derrota. Las irregularidades cometidas durante el proselitismo alimentan un archivo cada vez más voluminoso. Igual que los pormenores de la contabilidad personal del expresidente. Corolario: en el núcleo del poder comienza a sugerirse que lo mejor que podría hacer el expresidente es no regresar de su viaje por los Estados Unidos. Dicho con mayor claridad: lo mejor que podría hacer para no ir preso.
La agresividad de la política brasileña no se atenúa. Al revés, se vuelve acérrima. Instala, como es obvio, un enorme signo de interrogación sobre la estabilidad general. Este nuevo Lula no es el de comienzos de siglo. Preside un país partido en dos. Administra una economía enclenque, distinta de la de aquel luminoso ciclo de expansión. Aun teniendo el apoyo de una amplia franja del centro derecha, obtuvo 50,9% de los votos. Y su adversario, convertido ahora en enemigo, sacó 49,1%. En una parte extendidísima de la clase media su regreso produjo indignación. Es una plataforma muy frágil para desbaratar la conspiración golpista que creció en la penumbra y cuyos bordes se desconocen. La casa está tomada por fantasmas.
Una de las recetas disponibles para que Lula se presente como la personificación de un Brasil más amalgamado es la política exterior. Con la mirada puesta en ese objetivo llegó a la Argentina el domingo por la noche. Tierra amiga: el presidente peronista Alberto Fernández forma parte, con el papa Francisco y Emmanuel Macron, de la trinidad de mejores amigos del líder del PT. Son relaciones enriquecidas por la solidaridad mientras él estaba preso. La presencia en Buenos Aires tiene que ver con una visita bilateral, previa a la participación en la cumbre de la Celac, que reúne a todos los países de América Latina y el Caribe. En ese encuentro el canciller de Brasil, Mauro Vieira, dará las primeras puntadas para su principal iniciativa: reconstruir un espacio regional sudamericano que devuelva a su país el protagonismo perdido por el encapsulamiento de Bolsonaro.
En el marco de esos ejercicios habrá un eje temático que, en contraste con la administración anterior, servirá para la reconexión diplomática brasileña. Es la política ambiental. La Cancillería ha convocado para este trabajo al mejor experto con que cuenta: André Corrêa do Lago, actual embajador brasileño en la India. La del cambio climático comenzará en la vecindad: la primera tarea de Corrêa do Lago será reunir a la Organización del Tratado del Pacto Amazónico, el único organismo internacional con sede en Brasilia. La preocupación por el cuidado del planeta será la herramienta para establecer otra cuestión relevante: la relación con los Estados Unidos de Joe Biden, también militante “verde”. Biden recibirá a Lula el 10 de febrero. Además del medio ambiente, habrá un imán más para esa aproximación: la fascinación de Bolsonaro por Trump, capaz de imprimir al vínculo bilateral un atractivo de familia.
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