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Lula destituye a más de 80 militares del círculo presidencial tras el asalto a los poderes en Brasilia

El presidente de Brasil mantiene una difícil relación con la cúpula de las Fuerzas Armadas, acusadas de connivencia con los golpistas

Naiara Galarraga Gortázar
presidente Lula este miércoles durante un acto en Brasilia flanqueado por dos de sus ministros, Luiz Marinho (Trabajo, a la izquierda) y Rui Costa (Casa Civil).
El presidente Lula este miércoles durante un acto en Brasilia flanqueado por dos de sus ministros, Luiz Marinho (Trabajo, a la izquierda) y Rui Costa (Casa Civil).DOUGLAS MAGNO (AFP)

El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, ha destituido a más de 80 militares destinados en el palacio donde despacha y la residencia presidencial; sospecha que son infiltrados, bolsonaristas más leales a su predecesor que a la República. Él y su esposa tampoco se han mudado y, por ahora, siguen en un hotel de lujo en Brasilia. Quieren asegurarse de que su hogar oficial será un espacio blindado para su seguridad y su intimidad. Motivos para el recelo tiene también el jefe supremo de las Fuerzas Armadas, en vista de que cada vez es más evidente que el asalto a las sedes de los tres poderes, el domingo 8 de enero, contó con la complicidad de mandos militares. La invasión ha puesto el foco en el comportamiento de las Fuerzas Armadas tras las elecciones que perdió Jair Messias Bolsonaro, ante el relevo presidencial y durante el ataque golpista.

El palacio de Planalto, donde trabajan los presidentes, fue uno de los tres edificios invadidos por miles de bolsonaristas furiosos que rechazan la victoria de Lula con falsedades y teorías conspiratorias. Y eso que Planalto cuenta con un cuerpo específico cuya misión es protegerlo. Pero resulta que el sábado, cuando ya había informes oficiales que alertaban del riesgo de ataque durante la manifestación bolsonarista convocada para el domingo, unos soldados llegados la víspera para reforzar la guardia presidencial fueron enviados a casa. Solo los llamaron de regreso una vez consumada la invasión extremista.

El presidente Lula, que aquel aciago día estaba fuera de Brasilia, pudo haber movilizado a los militares para restablecer el orden, pero prefirió mantenerlos al margen y que su Gobierno asumiera la seguridad pública de la capital.

En paralelo, aumenta el escrutinio sobre el papel que militares y miembros de las fuerzas de seguridad desempeñaron en los graves incidentes.

El mandatario ha asegurado este miércoles en una entrevista con el canal Globo, el más visto de Brasil, que “todos los que participaron en los actos golpistas serán castigados”. “A mí me dio la impresión de que la gente acataba órdenes dadas por Bolsonaro”, declaró Lula. “Quien quiera hacer política que se quite el uniforme”, reclamó también. Mientras, Bolsonaro sigue en EE UU sin fecha de regreso.

El periodista Fabio Victor, que acaba de publicar Poder camuflado, que investiga la relación de los militares con la política y la alianza con Bolsonaro (editado por Companhia das Letras, en portugués), sostiene al teléfono que “las Fuerzas Armadas han sido, por lo menos, conniventes con el bolsonarismo, que asaltó las instituciones”. Detalla que la cúpula militar “apoyó la pauta golpista desde el principio. Emitió una nota conjunta [tras las elecciones] en la que enmarcaron las protestas ante los cuarteles como un ejercicio de la libertad de expresión. Allí, estaba el embrión de la intentona golpista [del 8 de enero]. Podían haber desmantelado los campamentos golpistas ―tenían la potestad para hacerlo―, pero no lo hicieron; y familiares de influyentes militares participaron en ellas”.

Las Fuerzas Armadas han permanecido mudas desde el asalto en Brasilia. Pero la complicidad de algún mando militar quedó grabada en vídeo. Una de las filmaciones que ha circulado por redes muestra cómo un jefe policial se encara con un coronel del ejército uniformado que intenta impedir el arresto de asaltantes en uno de los salones nobles de Planalto. “¿Pero tú estás loco?”, le grita el policía al militar que le corta el paso ante lo que el primero proclama: “Aquí van todos presos”.

Mientras avanzan las investigaciones para determinar quién perpetró, alentó y financió la invasión de Brasilia, se suceden las decisiones judiciales sobre los acusados. Más de 350 detenidos han sido encarcelados por orden del magistrado del Tribunal Supremo Alexandre de Moraes, que lidera la investigación, una medida muy dura en un país como Brasil que destaca como especialmente garantista. Otras 220 personas están libres con cargos. Y Moraes aún tiene que analizar los expedientes de unos 800 arrestados.

La desconfianza de Lula va más allá de conductas individuales. De ahí, las destituciones de más de 80 uniformados esta semana, días después de quejarse públicamente de que alguien de dentro del palacio presidencial abrió la puerta a los golpistas. El líder de la izquierda brasileña, que preside un Gobierno de frente amplio, hubiera querido que las Fuerzas Armadas desmantelaran los campamentos golpistas que el bolsonarismo levantó al día siguiente de los comicios. Pero hasta la toma de posesión, estaba atado de pies y manos.

Desde que ganó las elecciones, Lula era consciente de lo delicada que era la relación con los militares, porque nunca desde la dictadura tuvieron tanto poder político como con Bolsonaro. Antiguo capitán del ejército, el anterior presidente llenó el gabinete de generales retirados, duplicó el número de militares en empleos civiles de la Administración y los eximió de los recortes en las pensiones.

Al arrancar la transición, Lula no se demoró en revelar quien sería su ministro de Defensa. José Múcio, un veterano político bien visto por Bolsonaro y los suyos, fue uno de los primeros nombres anunciados. Aunque Lula se ha quejado de que ninguno de los múltiples órganos de inteligencia lo alertase de la intentona golpista y de que el ministro Múcio llegó a decir que las acampadas golpistas eran “manifestaciones democráticas”, lo ha confirmado en el cargo tras una reprimenda.

En la anterior etapa de Lula como presidente (2003-2010), “hubo una especie de tregua entre los militares y la izquierda”, rememora el periodista Victor. Cuenta que Lula incluso recibió una ola de votos de uniformados descontentos con los recortes presupuestarios impuestos por su predecesor. Mantuvieron buena relación “gracias a las inversiones estratégicas [de los Gobiernos de Lula] en las tres armas”. Añade que “esa tregua empezó a romperse con Dilma [Roussseff], que era una exguerrillera, tenía menos cintura política e instaló la Comisión de la Verdad, que no tenía poder de castigar, pero sí pudo investigar los crímenes de la dictadura y señalar a los culpables. Eso sublevó a los militares”. Y ahí, en opinión del autor de Poder camuflado, se produce la tormenta perfecta: la demonización de la política saca a la luz el anticomunismo y el antiizquierdismo históricos de las Fuerzas Armadas y aparece Bolsonaro como encarnación de ese cóctel. Forjan una estrecha alianza.

Lula insiste en que quiere “una relación civilizada” con los militares. Este viernes se reúne de nuevo con la cúpula militar. “Ya les dije en la primera reunión que quiero fortalecer la industria de defensa de este país”, recalcó el presidente, que siempre ha sido más de conciliar que de la confrontación.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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