Redoble nacionalista
La ultraderecha capitaliza la concentración de Cibeles y se apropia de símbolos comunes como el himno y la bandera
Un centenar de agrupaciones consiguieron sacar a la calle el sábado en Madrid a algo más de 30.000 personas (según Delegación del Gobierno) y a medio millón de personas (según los convocantes), una manifestación multitudinaria en cualquier caso, en defensa de “España, la democracia y la Constitución” y contra el Gobierno de Pedro Sánchez. El manifiesto de la convocatoria, leído en el acto, expresa la añoranza por un PSOE y una realidad que ya no existen y la decepción ante el actual PP, incapaces ambos partidos de frenar el proceso de destrucción en curso, según el manifiesto, de “la nación política española”, y evitar así el retroceso “a las peores épocas de nuestra historia”, donde no se precisa a qué épocas se refiere en un país que incluye una dictadura de 40 años. El manifiesto denuncia también “la invasión partidista de las instituciones”, pero llamativamente no hace mención a la práctica iliberal ya consolidada por el PP de seguir colonizando el CGPJ contra el mandato constitucional, origen de la gravísima crisis institucional en la justicia.
El españolismo defensivo se alió con el antisanchismo como doctrina de uso común en el más amplio espectro de la derecha española, desde las vertientes liberales presuntamente templadas hasta la extrema derecha. La apropiación de símbolos comunes —como la bandera y el himno, que sonó el sábado en Cibeles— es parte de la estrategia clásica de los nacionalpopulismos que hoy solemos llamar trumpistas: fue lo que hicieron los independentistas en Cataluña durante el procés y lo que hace hoy un sector de la derecha visiblemente encarnada en Vox. La pulsión antisanchista y neoespañolista fue capitalizada por Abascal, único líder de primer nivel presente en Cibeles, mientras que el PP aportó una representación de muy bajo perfil para estar y no estar a la vez en una movilización que activó sobre todo a la derecha de la derecha. Las distancias que Feijóo quiere poner con el discurso más trumpista y desestabilizador de Vox son una buena noticia para el apaciguamiento de las pasiones desatadas: los nacionalismos se nutren de ellas, aunque se vistan tantas veces de demandas de más democracia. Ese fue también el argumento retórico del independentismo —más democracia— y ese ha sido el argumento del trémolo españolista que llenó ayer el centro de Madrid.
Tras 40 años de democracia, el nacionalismo español ha reaccionado ante otro nacionalismo —el catalán e independentista— que reventó todos los controles y desató la pasión reivindicativa y autoafirmativa que anida en todo nacionalismo. Cuanto mayor y más poderoso es un Estado, más peligrosa es la reacción de un nacionalismo herido, y el español lo fue durante el procés. Las heridas sangran por cada uno de los tres Presupuestos que Sánchez ha aprobado con el apoyo de ERC y de Bildu —ambos regresados a una institucionalidad imprescindible— y por cada una de las 190 leyes que este Gobierno ha aprobado con esos apoyos. Pero los 184 diputados que de media respaldan las iniciativas del Gobierno encarnan la pluralidad efectiva —geográfica, sentimental y política— de una España real, mientras que la concentración de Cibeles representa la reacción de un nacionalismo que siente amenazada su esencia. El redoble de tambor del sábado cohabita con la representación parlamentaria —mayoritaria, de momento— de millones de españoles con una noción de país más porosa y más integradora, además de más real e incluso realista. Por fortuna, la diversidad de sentires e ideas que constituyen a España desborda los límites de la Cibeles y todos —salvo los símbolos explícitos de la dictadura que también se vieron en la protesta— caben en la Constitución.
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