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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Tratado de Barcelona

El acuerdo bilateral franco-español refuerza los vínculos entre los países e intensifica las relaciones en red dentro de la UE

Pedro Sánchez y Emmanuel Macron, el jueves en Barcelona.


Foto: Gianluca Battista
Pedro Sánchez y Emmanuel Macron, el jueves en Barcelona. Foto: Gianluca Battista
El País

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, y el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, firmaron el jueves en Barcelona un tratado entre ambos países cuyo objetivo es reforzar las relaciones bilaterales y promover propuestas conjuntas a escala europea. La base sobre la que está redactado evoca el que en 1963 Francia rubricó con Alemania —el Tratado del Elíseo— para fortalecer las relaciones entre ambos, con cumbres semestrales y encuentros ministeriales regulares. El mismo guion ha estado en la base de otras muchas iniciativas de la llamada “locomotora europea”: la sintonía franco-alemana simboliza la alianza entre vencedores y vencidos de la Segunda Guerra Mundial, y esa fue la clave para fraguar avances sustanciales del club comunitario durante seis decenios, pese a los altibajos de su trayectoria. También Francia lanzó en 2021 un plan similar en relación con Italia, el Tratado del Quirinal, entonces gestionado por un europeísta convencido, Mario Draghi, aunque el devenir inmediato de esta iniciativa suscita ahora dudas por el sesgo ideológico del actual Gobierno presidido por la ultraderecha de Giorgia Meloni.

La adhesión más tardía a la Unión de España aumenta el valor simbólico de este Tratado de Barcelona al situarlo al mismo nivel de esos otros estatutos bilaterales y generar en la coyuntura actual un nódulo fuerte dentro de una red europea, con efectos más allá de los países directamente implicados porque refuerza su arquitectura de fondo. La UE no puede dejar de verse desde la óptica de una red plasmada en una serie de instituciones (Comisión, Consejo, Parlamento, Tribunal) que operan de forma muy trabada, en interconexión permanente e íntimamente complementarias. También tiene forma de red la dimensión intergubernamental de los 27 Estados miembros cuando pelean contra el déficit o la muy extendida prevalencia de la unanimidad (y su contrario, el uso del veto individual) como método de decisión, arduo y lento. Pero también forma de red tienen los 20 socios del euro, que comparten política monetaria y comparten el Banco Central Europeo, una de las instituciones que más ha hecho por la integración, o los alineamientos territoriales o de intereses (nórdicos, mediterráneos, frugales, etcétera), que resultan menos eficaces si tienden a subrayar distancias más que propuestas de acercamiento.

Esa naturaleza reticular de la UE sale reforzada con este tratado que compromete a dos países de forma inclusiva, propositiva y colaboradora con el resto de la Unión. El acuerdo tiene ya una aplicación inmediata: mejorar la coordinación en temas candentes de la agenda común, como la reindustrialización europea (frente al proteccionismo de EE UU y China), la reforma eléctrica y los mecanismos de defensa ante la ultraderecha. El rechazo a esos objetivos es socialmente minoritario y la misma concentración independentista de protesta, apenas testimonial, evidencia la naturaleza marginal del unilateralismo. En rigor, esa concentración sirvió para visualizar las tensiones internas en la familia independentista a través de los abucheos proferidos contra el líder de ERC, Oriol Junqueras, acusado de traición por parte de algunos partidarios del expresident Carles Puigdemont. La fugaz presencia de cortesía de Pere Aragonès como anfitrión de los presidentes Sánchez y Macron —sucedida por una comparecencia con toda la retórica independentista en boca del president—, no diluyó la relevancia del tratado franco-español. Ese es el mejor horizonte de futuro para una Unión Europea hecha de voluntad de acuerdo, equidad y pluralidad de intereses compartidos.


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