¿De qué se ríe el feminicida?
Hay un pesado lazo que, por la absolución injusta o la impunidad, une a los asesinos y sus víctimas. Porque no toda la justicia es punitiva, la ley mexicana de víctimas incluye la verdad y la memoria como actos de restitución
En mayo de 2021, apenas unos días después de que se publicara El invencible verano de Liliana —el libro en el que exploro el feminicidio del que fue víctima Liliana Rivera Garza, mi hermana menor, el 16 de julio de 1990 en Ciudad de México—anuncié que había abierto una cuenta de gmail (elinvencibleveranodeliliana@gmail.com) con la intención de recabar ahí cualquier tipo de información acerca de Ángel González Ramos, el exnovio de mi hermana en ese entonces y sobre quien todavía pesaba (y pesa) una orden de aprehensión como su presunto homicida. Estaba al tanto de que Ángel González Ramos había evadido la acción de la justicia, pero no tenía idea de cómo lo había logrado. Un mensaje de correo recibido hacia agosto del mismo año aseguraba, de manera escueta, que Ángel González Ramos había vivido bajo el nombre de Mitchell Angelo Giovanni en el sur de California, donde acababa de fallecer, ahogado en Marina del Rey, el 2 de mayo de 2020. ¿Sería cierto? ¿No era demasiada coincidencia que, después de 30 años y justo cuando había empezado a sacar el caso a la luz, el presunto asesino muriera en circunstancias más bien extrañas? ¿Sería posible que hubiera fingido su propia muerte para evadir la acción de la justicia?
El mensaje venía también con una liga para acceder a su velorio digital (era 2020 y empezábamos a ser testigos de cómo la pandemia afectaría nuestros ritos mortuorios) que incluía, además de las condolencias escritas por personas con apellidos González Ramos desde México, una serie de fotografías que documentaban la vida de ese Mitchell Angelo Giovanni desde la fecha de su nacimiento un 18 de abril, en 1967 (la misma fecha de nacimiento de Ángel González Ramos) hasta el presente. Ahí estaba el niño de ojos claros y pelo rubio; el adolescente de chamarra de cuero; el hombre maduro de cuello ancho y pelo ralo que, en distintas poses y compañías, no paraba de reír. En todas las imágenes de su edad adulta, Mitchell Angelo Giovanni sonreía indiscriminadamente. Lo hacía una y otra vez, como si fuera un tic. Despegaba los labios y enseñaba los dientes, grandes y blanquísimos. Se reía frente a niñas de cabellos largos, a un lado de mujeres jóvenes, en medio de reuniones familiares. Sonreía junto a árboles de Navidad y sonreía frente al océano. ¿Se reía de la justicia, sabiendo que había logrado burlar a la ley una vez más? ¿Se reía de Liliana, diciéndole todos estos años después que lo había logrado, que él seguía vivo mientras ella yacía, callada para siempre, en una tumba? ¿Se reía de mí, que no había logrado darle alcance? ¿Se reía de vergüenza?
¿Se reía de ti?
Ofrenda para #LilianaRiveraGarza en el Museo de Arte Contemporáneo de Querétaro durante todo noviembre. Las piezas son de Elaine Grenier. #JusticiaParaLiliana #JusticiaParaTodas Gracias, MACQ! pic.twitter.com/F1hQtHnq3V
— Cristina Rivera Garza (@criveragarza) November 8, 2022
En Hydra Medusa, el libro del poeta japonésamericano Brandon Shimoda de pronta aparición (Nightboat Books, 2023), hay una reflexión inquietante acerca del pesado lazo que, debido a la absolución injusta o a la impunidad, une a los asesinos y sus víctimas. A través de la exploración del concepto de cruentación (la teoría de que un cadáver puede volver a sangrar en presencia del asesino), Shimoda se pregunta: “¿Qué tal si la expresión de la sangre de un cadáver fuera el origen de una maldición a través de la cual el asesino hereda la sangre del cadáver que produjo? El asesino se convertiría entonces en el descendiente del cadáver, y el muerto en el ancestro del asesino”. Como en otros de sus libros acerca de la experiencia de sus antepasados en los campos de internamiento que Franklin D. Roosevelt estableció para contener a población japonesa en Estados Unidos entre 1942 y 1948, Shimoda repasa aquí la relación con los ancestros: lo que heredamos de ellos, la manera en que perviven en nosotros, los lazos de responsabilidad que nos conectan, y cómo hay que preservarlos. Después de todo, como él mismo argumenta, el principio fundamental de la ascendencia es el cuidado. Por lo tanto, “si un asesino está dispuesto a regar la sangre de otra persona, tendrá que aceptar la responsabilidad de ocuparse de ella”. Por los siglos de los siglos. Lo mismo ocurriría con aquellos que ayudaron al asesino, por acción u omisión, a perpetrar su crimen, y a esconderse o huir después, burlando así a la justicia. Riéndose de ella.
Pero la maldición es un arma de dos filos, y uno de esos filos toca, con igual intensidad, a los muertos. ¿O no es así? Unidos por la sangre del crimen y la persistencia de la impunidad, ¿podrían estar separados, víctima y victimario, en la maldición? “Los muertos”, argumenta Shimoda, “heredan, contra su voluntad, esta asociación con el asesino que, por ser imperecedera [for being undying], requiere un corte, un acto de ruptura”. Un poema del libro In the presence of abscence, de Mahmoud Darwish, ofrece una salida a este dilema. En el poema de Darwish, un prisionero le dice a su carcelero: “Nunca te librarás de mí a menos que mi libertad sea en extremo generosa”. Más tarde, aliviando de la carga al prisionero (y no al carcelero), Darwish insiste: “El que vive de privar a otros de su luz se ahoga en la oscuridad de su propia sombra”. Así entonces, mientras que “la carga de la maldición no recae sobre los muertos”, los asesinos se ahogan en las aguas turbias de su propia tiniebla. “Los ancestros no están agobiados, como no lo está la luz o la memoria”.
Contrario al deseo del asesino, la vida y las palabras de Liliana Rivera Garza siguen abriendo caminos. Él, si ha muerto, ya no recibirá su castigo como tantos otros criminales impunes. Sin embargo, como ha argumentado la abogada Sayuri Herrera, a cargo de la Fiscalía de Feminicidios de Ciudad de México, no toda la justicia es punitiva, y la ley de víctimas en vigencia contempla la verdad y la memoria como actos de restitución. Cada vez que observo la manera en que lectoras y lectores abrazan a Liliana me digo que, todos juntos, estamos participando de una justicia más amplia, cósmica acaso: la de tenerla aquí, a fuerza de memoria compartida y combativa, en el presente. También me digo que desde esto que es el futuro, en una acción retrospectiva, esas jóvenes lectoras y lectores se han ido convirtiendo en ancestras de mi hermana, y ella en su descendiente en el pasado. Y viceversa. Tal como Brandon Shimoda en Hydra Medusa, yo también he llegado a creer que “la vida es la preparación para la posibilidad de convertirse en ancestra” y que esa posibilidad se materializa a través de “la vigilancia, la responsabilidad, el amor”.
Tal vez el feminicida se reía tanto, tan fehaciente y disciplinada y espantosamente de fotografía en fotografía durante los 30 años que sobrevivió a mi hermana, repitiendo un gesto más de incompetencia que de gozo, más de susto que de liberación, porque sabía que Liliana nunca se había ido.
Y que no se iría.
Compartí con la oficina de Alicia Rosas Rubí, subprocuradora de procesos de la Fiscalía de la Ciudad de México, toda esta información, incluyendo fotografías y más. Su equipo quedó de contactar a la Interpol y de emplear todo recurso disponible para confirmar los datos ofrecidos con sus pares en Estados Unidos. De eso hace ya un año y medio. No he recibido ninguna información al respecto. Solo silencio. El silencio adusto, diríase que eterno, de la impunidad.
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