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Asalto al Congreso en Brasil
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una extrema derecha lumpen

Lo ocurrido en Brasilia nos habla de un tipo de extrema derecha que con un discurso de ley y orden dinamita la institucionalidad y genera imágenes que riman con la anarquía pura y dura

Seguidores de Bolsonaro durante el asalto al Congreso, el Tribunal Supremo y Planalto este domingo.
Seguidores de Bolsonaro durante el asalto al Congreso, el Tribunal Supremo y Planalto este domingo.ADRIANO MACHADO (REUTERS)

La era Bolsonaro había terminado sin un verdadero final. El presidente no había organizado la esperada rebelión contra el dictamen de las urnas que le dio la victoria a Luiz Inácio Lula da Silva por escaso margen, pero tampoco le entregó “republicanamente” la banda presidencial. Por el contrario, el ya exmandatario brasileño apareció en una curiosa foto en Orlando comiendo pollo frito en una famosa cadena estadounidense mientras Lula se preparaba para asumir su tercer mandato. Pero, al final, Bolsonaro -que se empeñó en encarnar una suerte de trumpismo sudamericano- tuvo su versión brasileña del asalto al Capitolio, a dos años de aquella “gesta”.

Más allá de los detalles, que se irán develando, sobre quién fletó los buses, cómo se organizó la movilización, con qué recursos logísticos contó y cómo operó la laxitud policial/militar inicial, lo cierto es que lo ocurrido en Brasilia nos informa sobre un tipo de extrema derecha que, con un discurso de “ley y orden”, dinamita la institucionalidad formal e informal vigente y genera imágenes que riman con la anarquía pura y dura. Una extrema derecha “lumpen” que tuvo en el bolsonarismo una de sus máximas expresiones. Estas derechas pueden terminar siendo -contra la opinión de muchos progresistas- más una amenaza que una garantía para el “sistema”. La emoción insurreccional, el folclore extraño, la conspiranoia, reemplazan cualquier cálculo político. Lo de Brasil encaja en un clima de época, en el que parecen ser muchos quienes quieren incendiar Ciudad Gótica.

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En 2020, vimos intentos de toma del Parlamento alemán por grupos ultras (el gobierno consideró esos hechos un ataque insoportable al corazón de la democracia). Durante la violenta refriega, se escucharon consignas derechistas y se exhibieron banderas del antiguo Reich alemán, pancartas con la Q de QAnon (una famosa plataforma conspiranoica) y emblemas neonazis, lo que provocó una fuerte ola de indignación en la opinión pública democrática alemana. Y hace poco, los servicios de seguridad alemanes desactivaron una red de ultraderecha que planeaba un extravagante golpe de Estado. En Italia, grupos antivacunas infiltrados por la extrema derecha intentaron tomar en 2021 el Palazzo Chigi, la sede del Gobierno. “Esta noche tomaremos Roma”, amenazó entonces el grupo neofascista Forza Nuova.

En una sintonía algo diferente, el atentado fallido -por poco- contra la vicepresidenta argentina Cristina Kirchner, cometido por integrantes de una banda de vendedores de copos de azúcar, mostró vínculos entre haters y grupos políticos informales organizados a través de WhatsApp, inmersos en curiosas formas de radicalización.

Habrá que ver, en el futuro próximo, cómo operan las tendencias opuestas a la normalización/desdemonización y a la ruptura del status quo que anidan en las extremas derechas del siglo XXI; y la dinámica de muchas fuerzas desatadas difíciles luego de controlar.

En el caso brasileño, las imágenes de Brasilia se parecen bastante a un bumerán para el bolsonarismo. Que los principales medios brasileños se refirieran a los bolsonaristas radicales como terroristas da cuenta de cuánto cambió el país desde los días del arresto de Lula hasta los de su vuelta triunfal al poder (O Estado de S. Paulo sostuvo en un editorial que “los golpistas sublevados y quienes los apoyan deben ser castigados de forma ejemplar”). Y ese cambio operó gracias al propio Bolsonaro. Con su estilo de extrema derecha pandillera y vulgar, que más que construir un régimen autoritario degradó ad infinitum la vida cívica, rompió sus puentes con parte de las elites y terminó por aislar a Brasil en el mundo, logró que gran parte de los grupos de poder acabaran por “amnistiar” a Lula luego de haberlo demonizado sin piedad. Mientras, este negoció un frente democrático “hasta que doliera” para alejar a Bolsonaro del poder.

El problema, en el caso de Brasil, es que el bolsonarismo obtuvo casi la mitad de los votos emitidos y dejó una estela de lunáticos en acción. En efecto, estos días pudimos ver gente invocando el apoyo de extraterrestres con las linternas de sus celulares colocadas mirando hacia el cielo, campamentos en las puertas de los cuarteles pidiendo un golpe de estado, llamados a la guerra santa… e incluso a quienes negaban que Lula fuera el presidente y señalaban que el general Augusto Heleno ya estaba a cargo. Ese Brasil atraviesa grupos de poder locales, fuerzas de seguridad, iglesias, sectores del agronegocio… y este 8 de enero, una muestra de él apareció vandalizando instituciones como el Congreso; un Congreso donde los bolsonaristas tendrán una gran representación.

El jefe de redacción de la revista Piauí resumió la tensión actual: “Nunca fue tan fácil y nunca tan difícil organizar un golpe de Estado”. Los golpistas lograron, al parecer con la aquiescencia de sectores de las fuerzas de seguridad, ingresar a varias instituciones; pero un golpe es otra cosa. Precisamente, lo que sorprende de este tipo de movimientos insurreccionales de nuevo tipo, con el asalto del Capitolio como su máxima expresión, es su extrema incompetencia estratégica. Algo que puede tranquilizarnos e intranquilizarnos al mismo tiempo.

Pablo Stefanoni es investigador asociado de la Fundación Carolina.

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