Perú: vendrán tiempos mejores
El protagonismo del diálogo nacional, y no el de los violentos, tiene que ser más visible y ser parte de una constante presencia interlocutoria con la autoridad
Los 27 jóvenes muertos en las dos semanas que van desde el fallido autogolpe de Pedro Castillo son solo la señal más dramática de la crisis política y social que atraviesa al Perú desde hace más de seis años.
Convergen en ella varias fuerzas. Primero, el colapso de las instituciones de representación política, en un proceso expansivo que no es reciente. Luego, una precaria institucionalidad que se usa, esencialmente, en beneficio de intereses particulares de unos pocos. Finalmente, un país cada vez más dividido.
Pese a la creciente urbanización y el dinamismo de una vigorosa economía informal, la brecha que divide a los peruanos se ha profundizado peligrosamente en los últimos meses. Lo ocurrido desde la elección de Castillo en la segunda vuelta de junio del 2021 ilustra las fracturas del país. Castillo arrasó en votación en regiones como Puno, en el sur andino (89% de los votos), pero tuvo un resultado muy modesto en Lima (35%).
Luego de ello, los extremos políticos tomaron protagonismo y dominaron por año y medio el escenario. En febril actitud un sector extremista de derecha impulsó la remoción de Castillo incluso desde antes de que asumiera funciones. Dentro de ese contexto tironeado, el breve gobierno de Castillo aportó lo suyo: una asombrosa e irreductible ineficiencia y variados escándalos de corrupción. Pesada cuota de responsabilidad, pues, en el colapso institucional y social.
¿Qué es lo que viene? Hay sobre el tapete varios asuntos fundamentales: la legitimidad de las actuales autoridades, el curso de las protestas sociales y la perspectiva de adelanto electoral, que acaso no traería una solución a varios dramas profundos pero sí un respiro dentro de esta asfixia. La baraja de opciones no es amplia.
Legitimidad del Gobierno presidido por Dina Boluarte: pues no hay duda sobre su legalidad. Tampoco sobre el sustento constitucional de la decisión del Congreso, que por abrumadora mayoría vacó, constitucionalmente, a Castillo debido a su autogolpe frontalmente anticonstitucional.
Las constituciones democráticas prevén usualmente como causal de remoción cuando un mandatario quiebra gravemente el Estado de derecho. En el Perú se aplicaron las causales previstas en la Constitución (arts. 117 y 113), en lógica semejante a lo que ocurriría en otros países. Por ejemplo, es facultad constitucional del Senado colombiano la destitución de un presidente acusado de delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones (art. 175).
Por ello, internacionalmente es abrumadora la legitimidad del Gobierno de Boluarte. Las preocupaciones expresadas por los Gobiernos de cuatro países (México, Argentina, Colombia y Bolivia) ciertamente van en sentido opuesto. Pero tienen que ser interpretadas en su contexto, y destacando una omisión clave de ellos, para que ningún otro Gobierno se sume a ese criterio errado: la remoción tenía el sustento claro y televisado del golpe de Estado que anunciaba Castillo y que apuntaba a una dictadura: que como presidente gobernaría por decreto e intervendría la Justicia y todas las demás instituciones independientes (Fiscalía, Defensoría del pueblo, etc.).
Por otro lado, en paralelo el país ha sido remecido y ensangrentado con el urticante asunto de las protestas sociales, la violencia expresada en muchas de ellas y el recurso a un estado de emergencia. No hay duda de que en las protestas sociales que han jaqueado algunas zonas se mezclan legítimos reclamos junto con acciones violentas organizadas que dirigieron sus acciones a bloquear aeropuertos o destruir instalaciones judiciales en las que se siguen procesos penales, muchos de ellos por narcotráfico o minería ilegal.
Las muertes tendrán que ser investigadas en serio, como ya se ha anunciado que se hará. De hecho la Fiscalía penal en Ayacucho ya viene investigando las muertes por bala de los diez jóvenes muertos en esa localidad el 15 de diciembre. Mientras, al percibirse ahora más sosiego, ello sería indicación de que la mano gubernamental se sigue manejando con energía pero dentro del Estado de derecho con un uso proporcional de la fuerza, tomando en consideración que en las protestas se expresan hondos problemas sociales. No es útil por ello reducirlas a una “insurrección terrorista”, como ha dicho erradamente la nueva cabeza del sector inteligencia. Mensajes extremistas o simplificadores solo echan más leña al ya intenso fuego.
La tragedia de los 27 muertos sin duda afecta la imagen gubernamental. Pero, acaso, una ruta de salida, además de instrucciones enfáticas contra el uso de armas letales ante las protestas sociales, así como las investigaciones por la Justicia ordinaria sobre las muertes, está en tomar la batuta del postergado “diálogo nacional”.
El anuncio hecho este miércoles por el novísimo presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, de que se pondrá en marcha ya el congelado Acuerdo Nacional (que incluye a todos los sectores políticos, económicos y sociales) y que al diálogo será un valor prioritario a ser promovido por el Gobierno con sectores que hoy están en las calles es, sin duda, una luz al fondo del túnel. Ese protagonismo ―el diálogo nacional― y no el de los violentos, tiene que ser más visible y ser parte de una constante presencia interlocutoria con la autoridad.
Mientras tanto solo hay una cosa que une a todo el país: el rechazo al impopular Congreso unicameral, cuestionado frontalmente por más del 80% de la población. Parecería que solo los 27 muertos y la explosión social en desarrollo habrían abierto este martes en el Congreso (casi dos semanas después de estallada la crisis) la decisión de tratar el tema del adelanto de las elecciones generales. De cuan en serio marchen las decisiones para ello, incluyendo el pleno respeto a la estabilidad de las autoridades electorales, que han demostrado independencia y capacidad, dependerá que se pueda salir del actual mar tormentoso.
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