Pija discontinua
El mismo sonrojo que me embargaba de cría al ver pedir el aguinaldo al basurero me embarga hoy viendo la campaña de Ayuso a favor de la propina para que los camareros “puedan cumplir sus sueños”
Anoche cené con unas amigas en un restaurante de esos de nombre entre cursi y canallita que proliferan en el cogollo de ese Madrid de la caridad para quien se la trabaje y la libertad para quien pueda pagársela. Un local de esos con su bien de ratán y de cinc y de camareros guapísimos que te llaman “chica”, aunque les tripliques los años, porque así se lo han dicho en el briefing del staff, digo la crew, para hacerte la rosca y fidelizar a la parroquia. Pagamos a escote. Las chicas, digo. Una con tarjeta, otra con el móvil, dos en efectivo y otra por Bizum. Cincuenta pavos largos por cabeza por tres raciones al centro y un par de segundos platos para cinco, sin botella de vino ni postre ni café ni chupito gentileza de la casa ni leches. Un rejonazo no por esperado menos sangrante para quienes recordamos lo que vale un euro. Aun así —para señoras, nosotras— dejamos su poquito de propina, tras el correspondiente y acalorado debate de cómo y cuánto, y nos despedimos tan anchas hasta la próxima clavada. No hay oferta sin demanda, estúpidas, que diría la presidenta Ayuso.
Fue luego, rumiando yo sola mi esnobismo y mi rencor de clase conduciendo los 30 kilómetros de autovía hasta mi adosado de la periferia, cuando me recordé a mí misma de cría. Tal día como hoy, sorteo del Gordo de la lotería, con los niños de San Ildefonso desgañitándose en la tele de fondo, mi padre, que pasó más hambre que el perro de un ciego de niño, convidaba a un chato de vino y unas lascas de queso de su pueblo al basurero del barrio, que pedía el aguinaldo de puerta en puerta. Recordé, entre lagrimones, que ya entonces me moría de la vergüenza al ver a alguien pedir una ayudita aun deslomándose a currar para cobrar su sueldo. El mismo sonrojo que me embarga, 40 años de Estado de bienestar más tarde, viendo la campaña de Ayuso exhortándonos a dejar propina para que los camareros “puedan cumplir sus sueños” sin hablar de su salario. Que sí, que ya, que vale. Que sé que me contradigo. Anoche, sola in itinere, constaté que el complejo de pobre que me inoculó mi padre desde cigoto ha mutado con la edad y la solvencia en el de pija discontinua. Sospecho que no soy la única. Solo D´Hondt sabe cuántos cambios de voto explica este síndrome. A la ciencia, no; no todavía. Pero, en compensación, dono mi cerebro y mi corazón a la demoscopia. Soy carne del Centro de Investigaciones Sociológicas.
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