El ‘Homo sovieticus’
Mediante numerosas entrevistas, Svetlana Aleksiévich, refleja en 700 páginas el inquietante retrato de un país y un sistema, la URSS, cuya historia está plagada de víctimas en el nombre de un bien superior
Svetlana Aleksiévich recibió el premio Nobel como periodista, y fue la primera escritora que alcanzó ese lauro por sus libros, en los que practica originalmente esta función. Comenté hace algún tiempo su libro sobre Chernóbil, que me pareció un modelo y, ahora, que acabo de leerlo, me gustaría hablar sobre ese magnífico reportaje que es El fin del Homo sovieticus. Se trata de un libro de cerca de setecientas páginas en el que, a través de entrevistas hechas a distintas personas, la autora describe la Unión Soviética en los tiempos de Stalin y los posteriores, en que hubo una división muy grande en la URSS luego de que Gorbachov elevara una voz crítica sobre lo que había ocurrido en la época de Lenin y Stalin, y Yeltsin defendiera una línea más directamente vinculada al principio de la Revolución.
Svetlana Aleksiévich, para trazar esta radiografía de la URSS, entrevista a cientos de personas, de muy distinta situación, a lo largo y ancho de ese inmenso país, y lo que consigue es un cuadro bastante diverso sobre las diferentes reacciones que se muestran entre los habitantes de esa nación compleja y diversa que es la Unión Soviética. Hay allí generales que se suicidan porque sienten que la vida no es posible sin Stalin, e inocentes que han pasado diez o veinte años en el Gulag del que resultan liberados de manera tan sorprendente y misteriosa como su condena en los campos siberianos. Lo menos que puede decirse es que a nadie le gustaría pasar una temporada en ese país que, con las brutalidades infinitas de los primeros dirigentes soviéticos, fue capaz de derrotar a las fuerzas nazis con las que Hitler pretendió acabar con él.
Las entrevistas cubren una vasta sección de la sociedad rusa, en las que hay desde dirigentes estalinistas, orgullosos de serlo y que blasfeman contra todo intento de modernizar y democratizar esa sociedad, hasta oficiales del ejército y pilotos que han sido elevados socialmente gracias a la rígida educación de ese país en el que no existía la sociedad privada ni las posibilidades de armar una fortuna personal. De lo que se quejaban los partidarios de Stalin, no era de los severísimos castigos que en esa época se imponían y que giraban en torno a la estricta disciplina social, sino de las indicaciones de que esa sociedad dura, e implacable, que habían construido los pioneros de la revolución, estaba “degenerando”, es decir, convirtiéndose en una sociedad individualista, en la que el dinero parecía ser el gran incentivo de la gente, siguiendo el modelo estadounidense.
El libro es bastante dramático, sobre todo cuando se aleja de las ciudades y se asoman los pueblos, con sus habitantes campesinos que no habían recibido casi una instrucción, y permanecían ignaros y marginales a todas las atracciones de la vida: los banquetes, un trabajo de horas y de días, y las gigantescas distancias que los separaban de la vida de las ciudades, donde la gente vivía muchísimo mejor, aunque muchos de los entrevistados reivindicaban orgullosamente sus orígenes campesinos. Sin ninguna duda, para un país de semejantes contrastes, el régimen impuesto por Lenin y por Stalin resultaba inhumano a la vez que el único posible para uniformar a la sociedad dentro de ese sistema que llamaríamos militar, si es que no estuviera plagado de inmensas injusticias, es decir, de la precariedad de una vida en la que un descuido cualquiera, o un error, podía enviar a una persona por largos años a Siberia. Quizá lo más doloroso del libro sea la cantidad de niños que circulan por sus páginas, siempre muertos de hambre, arrebatados a sus padres por un sistema en el que la educación espartana, según un supuesto modelo establecido por Lenin y Stalin, educaba a millones para servir al Estado, con prescindencia de la familia y las amistades más próximas.
El libro de Svetlana Aleksiévich deja a sus lectores desconcertados e impacientes: cómo se puede vivir en un país donde los niños son arrebatados a sus padres y enviados a una escuela de la que, por otra parte, se gradúan de médicos, o laboratoristas, u oficiales de las fuerzas armadas, es decir, de una elevación de los niveles de vida que, sin embargo, cuesta muchísimo para el conjunto de la sociedad y, sobre todo, entraña un inmenso sufrimiento. Pero, lo cierto, es que muchos lo defienden, están orgullosos de ser “estalinistas” y detestan el nuevo sistema en el que el incentivo es el dinero y en el que, a consecuencia de ello, la sociedad va dividiéndose entre quienes lo tienen todo y los que no tienen nada. Es decir, volver a los principios de esa sociedad, que la ilusión y la fantasía llamó revolucionaria.
Creo que el sistema del que se vale Svetlana Aleksiévich es muy justo y nos presenta una población compleja, sometida a grandes crisis, y en la que no se puede asegurar que todos reaccionen de la misma manera. Hay militantes cuadriculados, que llevan el estalinismo hasta sus últimas consecuencias, incluyendo traiciones a sus hijos y amigos, y los dirigentes que favorecen a algunos en tanto que a otros los envían al frente, en condiciones en las que serán las víctimas privilegiadas. Pero hay una rigidez y una intolerancia que prevalece a medida que esta sociedad eleva sus niveles de vida hasta el extremo de derrotar a un país mucho más integrado como Alemania, pero que, en todos los pueblos que fueron ocupando esas gentes bien vestidas y educadas, se dedicaban, antes que nada, a perseguir a los judíos y a matarlos en hogueras inmisericordes. Es muy difícil pronunciarse al respecto. Seguramente, los altos niveles de vida que alcanzó la Unión Soviética, hubieran sido posibles sin una rigidez que sacrificaba a los más débiles y a los menos relacionados, y estos eran no cientos sino miles de ciudadanos, a la vez que privilegiaban a puñados de elegidos gracias a la amistad, a la comunidad ideológica y, también a veces, a la simple sociedad de maleantes. Y las víctimas, que llegaron a ser decenas de miles en un momento dado, perjudicaron a la larga el sistema colectivista al que muchos —y las páginas del libro son un testimonio decisivo sobre esto— rechazaron con todas sus fuerzas.
No creo que los países de América Latina, en los que hay a veces diferencias tan enormes como las que hubo en la Unión Soviética, elegirían un sistema semejante al que crearon Lenin y Stalin, por lo menos en la versión que este libro nos da. Es decir, una violencia implícita que, luego de exprimir a la sociedad de una manera excesiva, eleva sus niveles de vida y llega a establecer un sistema en el que nadie se muere de hambre y todos tienen un oficio. Mi impresión es que, puestos a elegir, los latinoamericanos optarían por un sistema menos violento y no sometido a tantas injusticias, es decir, en el que el margen de elección sería todavía posible, y en el que no habría tantas víctimas como en el sistema comunista. Pero, sin duda, hay que hacer algo con esas gigantescas desigualdades, que hoy día son el patrimonio de América Latina, para que se vayan atenuando, sin que las víctimas sean sacrificadas de esa manera sistemática y brutal.
Svetlana Aleksiévich ha escrito un gran libro, que es amargo de leer, pero enormemente beneficioso, a largo plazo, para sus lectores.
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